DIOS NOS CAMBIA LA VIDA
“Saray, tu esposa, ya no se llamará Saray, sino Sara. La bendeciré y ella te dará un hijo, y yo lo bendeciré; de él nacerán pueblos y reyes de naciones”
(Gn 17, 1).
Así se dirige Dios a Abraham, dándole una promesa, bendiciéndolo, animándolo a ver a futuro; él ya se sentía viejo, acabado y sin ilusiones y llega Dios y le cambia la vida.
¿Por qué? ¿Qué tenía Abraham? Pues, Dios lo eligió. ¿Qué tenía? Pues, no sabemos, Dios lo quiso a él, a lo mejor no tenía nada, simplemente, Dios lo buscó y lo eligió porque había que elegir a alguien.
Dios lo elige y le cambia el nombre también a él, de Abran a Abraham, igual que de Saray a Sara. Y vemos cómo también a otros personajes Dios les va cambiando el nombre. A Jacobo le pone el nombre de Israel y, por supuesto, al mismísimo Simón le dice:
“Tú te llamarás Pedro”.
UN NUEVO NOMBRE
¿Qué significa ese cambio de nombre? Podemos pensar cómo el nombre nos identifica y cómo algunos nombres también significan el oficio o la misión de una persona, por ejemplo, el de Pedro, “tú serás piedra”. Tiene que ver con nuestra identidad, con lo que Dios quiere que hagamos, con nuestra misión. Y es algo bonito saber eso, saber nuestro nombre.
Incluso, uno de los pasajes en el Apocalipsis, en el que se habla del premio que Dios va a dar a los que venzan, es darle un nombre nuevo. Quizás un nombre auténtico que tenía desde el principio pero que él no sabía y que más o menos intuía en esta tierra y que en el Cielo lo escuchará y será un gran motivo de alegría.
“El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré del maná escondido; le daré también una piedrecita blanca y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe”
(Ap 2, 17).
Nosotros los bautizados, tenemos ya una identidad muy profunda y una misión muy clara.
“Me da alegría, me da esperanza, Señor, pensar que Tú piensas en mí, que Tú me eliges para algo, que Tú me das un nombre, una palabra nueva, que yo en el fondo de mi corazón, pues tengo y que con tu ayuda voy descubriendo, conforme voy escuchando tu voz y voy siguiendo tus inspiraciones”.
FILIACIÓN DIVINA
Pero, mientras tanto, los bautizados sabemos que somos hijos de Dios. Esa es nuestra identidad más profunda, somos hijos de Dios. Somos elegidos por Él para ser parte de su familia, Él nos une a su Hijo Jesús con el bautismo y nos da vida sobrenatural de verdad, que ahora no percibimos porque es la gracia que está en el alma y esa gracia será la gloria cuando estemos ya en el cielo.
Somos hijos de Dios y estamos llamados a ser santos. La santidad, ¿en qué consiste? Pues, en dejarse llevar por Dios, dejarse conducir por Dios, dejarse transformar por Él, para ser plenamente hijos de Dios. Identificarnos con Cristo cada vez más, el Hijo Unigénito.
Y hablar como hijos de Dios, trabajar como hijos de Dios, relacionarnos con los demás como hijos de Dios, reconociendo en ellos también hijos de Dios.
AKAKI AKAKIEVICH
Hace poco leí, un cuento, Nikolai Gógol, que se llama “El capote”, y que en las primeras páginas describe a un funcionario, a un hombre de oficina, a un copista, que era feliz haciendo su trabajo, copiando… y copiando documentos, copiando cartas, copiando todo lo que le ponían enfrente.
Y con eso estaba bien y no tenía más aspiraciones. Incluso, alguna vez, le ofrecieron una misión un poco más especial, que de una carta que le dieron, que cambiará el encabezado y cambiará los verbos de la primera persona del singular a la primera persona del plural. Y él se quedó petrificado viendo el escrito, y tanto se angustió que empezó a sudar, y ya… dijeron: no se lo pidas, mejor que copie, que siga copiando. Ya que le devolvieron su trabajo, él siguió feliz.
Era un hombre, como decimos, pues, que no tenía más aspiraciones y tampoco cuidaba mucho su aspecto personal, y dice este libro:
“Los funcionarios jóvenes se burlaban de él, y decían bromas a su costa. Dando rienda suelta a su ingenio oficinesco, contaban en su presencia distintas historias que le concernían. Decían que su patrona, una anciana de setenta años le pegaba, le preguntaban cuándo se casaría con ella y arrojaban sobre su cabeza trocitos de papel, afirmando que eran copos de nieve.
Pero Akaki Akakievich, así se llamaba nuestro personaje, no decía ni palabra, como si delante de él, no hubiera nadie. Ni siquiera conseguían distraerlo de sus ocupaciones, hasta el punto, de que, a pesar de todas esas molestias, no cometía ni un solo error. Sólo cuando las bromas iban demasiado lejos, cuando le pegaban un golpe en el codo, y le impedían proseguir con su labor, exclamaba: -¡Déjenme! ¿Por qué me ofenden?
Y había algo extraño en sus palabras y en el tono de voz con que las pronunciaba, algo que inducía a la compasión. De suerte que un joven que acababa de ingresar en el servicio y que siguiendo el ejemplo de sus compañeros, se había permitido gastarle una broma, se detuvo de pronto como petrificado. Desde entonces, todo pareció mudar y cambiar de aspecto a su alrededor. Una fuerza sobrenatural le apartó de sus compañeros, a quienes había considerado personas educadas y respetables.
SOY TU HERMANO…
Y durante mucho tiempo, en los momentos de mayor alegría, se le aparecía la imagen de ese pequeño funcionario, con entradas en la frente, y oía sus penetrantes palabras: «¡Déjenme! ¿Por qué me ofenden?» En las que resonaban, estas otras: «¡Soy tu hermano!»
Entonces el desdichado joven se tapaba la cara con la mano, y más de una vez, a lo largo de su vida, se estremeció al comprobar cuánta inhumanidad hay en el hombre, cuánta grosera ferocidad se oculta en los modales más refinados e irreprochables. Incluso, ¡Dios mío!, en personas honradas y nobles…».
Me gustó mucho este pasaje, porque es un modo cómo este hombre, se dio cuenta, el joven funcionario, de la dignidad de la otra persona. Que no puedes molestarlo así nomás, no puedes estar fastidiándole la vida, es tu hermano.
Y así todos los seres humanos son hermanos nuestros y más aún, como dice san Pablo, los “domestici dei”, los hijos de Dios, los que viven en la misma casa. Comportarnos como hijos de Dios. Comportarnos con los demás, que son hijos de Dios también, reconociendo su gran dignidad, ayudando, comprendiendo, disfrutando la vida, también.
DIOS CONFÍA EN NOSOTROS
“Abraham se postró en tierra y se puso a reír, diciendo en su interior: “¿Podrá un hombre de cien años tener un hijo y Sara, a sus noventa, podrá dar a luz? Entonces Abraham le dijo a Dios: -Me conformo con que le conserves la vida a Ismael. Dios le respondió: -Sara, tu esposa, te dará un hijo y le pondrás por nombre Isaac. Con él y con sus descendientes estableceré mi alianza, una alianza perpetua.”
Dios podría a haber dicho a Abraham: -Ah…te ríes, pues, me voy con otro, voy a escoger a otro, pues, no. Su elección es irrevocable, no nos quita los dones que nos da.
Confía en nosotros, a pesar de que nosotros nos podemos reír; a pesar, que nosotros podemos ser lentos; a pesar, que nosotros no veneremos esa imagen de Dios en nuestra alma, que no cuidemos la gracia santificante que habita en nuestro interior y que pequemos a veces sin luchar lo suficiente.
Pues acudimos a nuestra madre, la Virgen, para que nos ayude a darnos cuenta de la gran elección que Dios realizó con nosotros, al ser parte de su Iglesia, que queramos trabajar, que queramos obrar, actuar como hijos de Dios.
Madre nuestra, consíguenos también, una gracia del cielo para profundizar en el sentido de nuestra filiación divina y llegar a la santidad a la que Dios nos llama.
Deja una respuesta