ACTOS DE PIEDAD
En el evangelio de hoy nos dice que:
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: – Cuiden de no practicar su justicia delante de los hombres para ser visto por ellos; de lo contrario no tendrán recompensa de nuestro Padre Celestial. Por tanto, cuando hagas limosina no vayas tocando la trompeta por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrado por los hombres. Les aseguro que ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio cuando des limosna, no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha. Así tu limosna quedará en secreto y tu Padre que ve en lo secreto te lo recompensará.
Cuando reces no seas cómo los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en la esquina de las plazas, para que los vea la gente; les aseguro que ya han recibido su paga. Tú cuando vayas a rezar entra en tu cuarto, cierra la puerta, y reza a tu Padre que está en lo escondido y tu Padre que ve en lo escondido te recompensará.
Cuando ayunes no andes cabizbajo cómo los farsantes que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan, les aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio cuando ayunes, perfúmate la cabeza, lávate la cara, para que tu ayuno lo noté, no la gente sino tu Padre que está en lo escondido. Y tú Padre que ve en lo escondido te recompensará”
(Mt 6, 1-6. 16-18).
Nuestro Señor enseña con que espíritu se han de ejercitar los actos de piedad personal, concretamente la limosna, el ayuno y la oración; que constituyen ya actos fundamentales de la piedad del pueblo hebreo.
Y saber que esos actos hay que subordinarlos siempre, como toda obra buena, a la sinceridad de la relación con nuestro Padre Celestial, que ve en lo secreto y que recompensará a los que hacen el bien, de modo humilde, de modo desinteresado.
LA VERDADERA RECOMPENSA
La verdadera recompensa no es la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que se deriva de ella. Una gracia que da paz, que da fortaleza por hacer el bien, amar hasta quien no lo merece, perdonar a quien nos ha ofendido.
Hay una caricatura, que alguna vez quizá alguno la ha visto, dónde una persona está dando limosna a un pobre y se está tomando un selfie. Bien, quizá no llegamos a ese modo ridículo, representado en una caricatura, pero muchas veces nos gusta que nos vean hacer el bien… ¿no?
El Señor hace una relectura de esas tres obras de misericordia fundamentales: la limosna, la oración y el ayuno. Con el transcurso del tiempo por esas prescripciones, en el tiempo de Nuestro Señor al menos, cayeron en ese formalismo exterior; incluso se transformaron, a veces, en un signo de superioridad.
Una tentación común, ¿no? Una tentación común cuando se realiza la obra buena, casi por instinto, nos puede surgir el deseo de ser estimados, de ser admirados por esa buena acción, de que se nos reconozca… Es decir, se busca una satisfacción.
Y eso, por una parte, bueno, en el fondo nos encierra en nosotros mismos. Vivimos como proyectados hacia lo que los demás piensen de nosotros y admiran en nosotros.
CAMINO DE CONVERSIÓN
El Señor nos pide redescubrir en esas tres obras de misericordia: el ayuno, la limosna…. (Que ve en lo secreto… que ve en lo secreto…) vivirlas de modo más profundo, no por amor propio, sino por amor a Dios, como medios en el camino de conversión hacia Él: la limosna, la oración, el ayuno.
Un modo en que el Señor nos enseña, nos acompaña, también El mismo, porque lo hizo Él antes que nosotros. Lo vivimos especialmente en el tiempo de cuaresma, pero hay que vivirlo toda la vida, ¿no? Porque es un camino hacia el encuentro con el Señor resucitado, un camino que tenemos que recorrer, sin ostentación, con la certeza de que nuestro Padre Celestial sabe leer, sabe ver, también, en lo secreto de nuestro corazón.
COMPARTIR CON LOS DEMÁS
Cada vez, que, por amor a Dios, compartimos nuestros bienes en la limosna, experimentamos que la plenitud de vida viene precisamente de allí, del amor y lo recuperaremos como una bendición en forma de paz, de satisfacción interior, de alegría. Nuestro Padre, recompensa nuestra limosna con su alegría.
Más aun, san Pedro cita, entre los frutos espirituales de la limosna, el perdón de los pecados. Dice él:
“la limosna cubre la multitud de los pecados”.
Nos ofrece a los pecadores, que somos todos, esa posibilidad de ser perdonados, el hecho de compartir con los demás lo que poseemos, nos dispone a recibir ese don.
Decía el Papa Benedicto, que:
“él pensaba que en los que sienten el peso del mal que han hecho y, precisamente, por eso se sienten lejos de Dios, temerosos y casi incapaces de recurrir a Él, la limosna, acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un instrumento de auténtica conversión y reconciliación con Él y con los hermanos”.
¿Qué es el itinerario del cristiano? Comprende la cruz, la renuncia. Y el Evangelio de hoy nos indica esos elementos, ese camino espiritual: oración, ayuno, limosna. Importa la necesidad de no dejarse dominar por las cosas que aparentan, lo que cuenta no es la apariencia.
El valor de la vida no depende de la aprobación de los demás o del éxito sino de lo que tenemos dentro. Y siguiendo la enseñanza del Señor podemos aprender a hacer de nuestra vida también un don total. Imitándolo a Él, estaremos dispuestos a dar, no tanto de lo que poseemos, si no darnos a nosotros mismos. Venciendo siempre la tentación de complacernos.
RENUNCIAR A NOSOTROS MISMOS
El Señor dijo a sus discípulos, también:
“Aprendan de Mí que soy manso y humilde de corazón”
(Mt 11, 29).
Una invitación al olvido de sí, a no tener amor a nosotros mismos. Aunque un amor ciertamente, a veces, es natural, puede ser legítimo, pero también necesita un orden, una moderación porque no se puede poner siempre por encima de otros amores.
El amor a Dios y el verdadero amor a los demás exigen entrega personal, es decir, no buscarse a sí mismo, sino exactamente lo contrario, dar algo de sí mismo. No se puede querer bien al esposo, la esposa, los hijos, los padres, a los hermanos si uno no renuncia a buscarse a sí mismo en todo lo que hace.
Si no se está dispuesto a ceder algo de sí mismo y a perder algo de sí mismo. De su tiempo, de sus posibilidades, de sus gustos. Tampoco en ese sentido se puede tratar a Dios como merece. En ese objetivo personal de ser reconocido, de sobresalir, siempre se opone a todo esto.
Pedimos a nuestra Madre, santa María, ella que agradeció a Dios haberse fijado en la humildad de su esclava y por eso,
“La llamarán bienaventurada todas las generaciones”
(Lc 1, 48).
Que nos ayude a ti a mí y a todos los cristianos a valorar eso escondido que solamente lo ve Dios y que es lo único que vale la pena o el único que vale la pena que lo vea.