PERDONAR A LOS DEMÁS PARA QUE JESÚS NOS PERDONE
Si has tenido la fortuna de presenciar a alguien haciendo oración, pero oración de verdad: con piedad, con una paz profunda, con ese recogimiento y con todos los sentidos orientados hacia Dios, seguramente te ha entrado, vamos a decir, una envidia de la buena. ¿Qué puedo yo imitar de esta persona? ¡Ojalá, Señor, yo pudiera hablar contigo así!
Pues leemos en el Evangelio que esta situación, esta sensación que vamos a llamar “envidia de la buena”, eso es antiquísimo. Le sucedió a tus discípulos, Jesús. Uno de ellos, con esa confianza asombrosa que también quisiéramos tener nosotros, te dice:
“Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos”
(Lc 11,1).
Y asombrosamente, en ese momento Dios le presta al hombre palabras con las que dirigirse también a Dios. Es decir, con el “Padrenuestro” es Dios que nos presta sus palabras para que nos dirijamos a Él. Nos deja el Padrenuestro, que es una de esas primeras oraciones que seguramente todos hemos aprendido desde pequeños.
PADRE NUESTRO
Ese es el pasaje que recoge el Evangelio de la misa de hoy, el Padrenuestro. Pero vamos a detenernos solamente en una de las siete peticiones que te hacemos en esta oración tan bonita que nos enseñas, Jesús. Es la sexta petición, es aquello de
“perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Y nos detenemos acá porque justo después de enseñarnos esta oración del Padrenuestro, Tú Señor haces como una vuelta de tuerca, Tú haces hincapié precisamente en este asunto:
“Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también se las perdonará a ustedes su Padre celestial; pero si no perdonan a los hombres, tampoco el Padre celestial les perdonará a ustedes sus ofensas”
(Mt 6, 15).
Por una parte, nos parece un trato justísimo, nos parece la justicia máxima, porque esto es como un corolario que se desprende de esa ley de oro, la regla de oro: “Trata a los demás como quieres que te traten a ti”; o enunciada de modo negativo, que creo que incluso es más famoso: “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”.
Pero, por otra parte, aunque nos parezca que esto que nos dices en el Padrenuestro es de justicia, eso no quiere decir que no nos cueste. De hecho, en oportunidades, esta experiencia nos puede parecer hasta cruel.
“Eso que nos estás exigiendo nos puede parecer cruel, Señor”. Ya sabemos que hay que poner la otra mejilla, que hay que perdonar hasta 490 veces (eso es 70 veces 7), no sé por qué era tan fácil decirlo, pero bueno. Ese perdonar para que Tú, Señor, nos perdones. Pero a veces no es nada fácil.
PERDONAR A LOS DEMÁS PARA QUE JESÚS NOS PERDONE
Una vez conocí un señor que me decía: “Padre, yo afortunadamente soy de los que pasa página rápido. Pude haber tenido una discusión con alguien, una discusión fortísima, pero casi inmediatamente puedo ponerme a servir a esa persona sin ningún problema”.
Claro, el chiste está en que era bien sabido que a esta persona alguien le había hecho una injusticia, y cuando salía el tema en una conversación, involuntariamente esta persona que decía que pasaba a página rapidísimo, se volvía a indignar; hablaba pestes de la persona que le había traicionado, hasta el punto de que había que decirle que se calmara porque se le empezaba a subir la tensión.
Y es que no es fácil, Señor. Pero también sabemos que nada de lo que nos pides puede ser cruel. Ni siquiera esto de perdonar a quien más nos cuesta. Y te pedimos en este rato de oración tu ayuda en este tema, porque a veces nos supera totalmente.
Puede que tengamos alguien a quien pensemos que sí hemos perdonado, pero bueno, basta que, como esta persona que te decía, nos toquen esta tecla y se vuelve a agitar la herida. Hay ciertas personas o circunstancias que son nuestro “talón de Aquiles”, y no es que no sepamos que hay que perdonar, pero sin tu ayuda, Señor, ¡cuánto nos cuesta!
PERDONAR COMO SER PERDONADOS
Lo que reconocemos cada vez que decimos esta sexta petición del Padrenuestro, es que tanto el perdonar como el ser perdonados, son dos caras de la misma moneda, es que van sumamente juntos. Y es que, en cierto modo, son dos caras de la misma moneda de la libertad.
Me explico: esto es evidente en uno de los dos sentidos, porque cuando uno pide perdón y está verdaderamente arrepentido, lo que uno busca es liberarse de una culpa que agobia de un peso que deseamos quitarnos de encima y, si es posible, también librarnos del merecido castigo por la propia falta.
Por eso decimos que el perdón libera; es decir, a mí cuando me perdonan, me liberan. Y en todo caso, el sabernos perdonados (y mucho más por alguien que es muy querido, a quien hemos ofendido), es liberador.
“Aprovecho, Señor, para darte gracias en este rato de oración por esa paz en el alma cada vez que nos acercamos a ese regalo tan grande de la confesión”.
Pero la otra cara de la moneda de la libertad que nos da el perdón a veces no es tan evidente, porque es esa libertad que ganamos cuando perdonamos a los demás. Porque también perdonar es liberarse del yugo al que nos somete el rencor, al que nos somete el deseo de venganza, al que nos somete la ira.
Un amigo contaba que en su casa uno de sus perros le hizo desvelarse prácticamente toda la noche por un suceso tragicómico. Este amigo desde su cama oía que el perro ladraba furibundo y de repente dejaba de ladrar y se ponía a llorar.
Y así varias veces, largo rato, durante la noche. Hasta que este muchacho se decidió salir a ver qué es lo que pasaba y se encontró con el espectáculo del combate a muerte entre su perro -un pastor alemán- y un erizo.
Y ¡CLARO!
El perro instintivamente le ladraba al intruso. De repente, de la rabia se decidía a morderlo y luego lloraba por el dolor de las espinas que tenía clavadas en el hocico -que eso fue lo que vio este amigo, que tenía varias espinas en el hocico. Y así varias veces, el mismo proceso: ladrar, morder, llorar.
Cuando mi amigo me contaba esto, él se reía y decía: “Oye, qué perro tan tonto, ¿no? Fue presa de su instinto más bajo”. Y yo creo que no podía ser de otro modo, porque como le sucede al resto de los animales, ese perro no tiene la posibilidad nuestra de liberarnos, incluso de los elementos más bajos del instinto.
Y nosotros, con tu ayuda, Señor -aprovechamos y te lo pedimos también en este rato de oración-, queremos ver con claridad esa otra cara de la moneda de la libertad que es el perdonar a los demás por muy fuerte que sea la reacción de ira, de indignación o de venganza que nos provoque recordar lo vivido.
Es que nos merecemos la paz de no estar atados por ningún sentimiento impuro, ningún sentimiento que tendrías Tú, Jesús. Es esa paz que tú nos ganaste en la Cruz. De hecho, decía un escritor norteamericano conocidísimo, Mark Twain:
“El perdón es la fragancia que suelta la violeta cuando se levanta el zapato que la aplastó”.
PERDÓN, CAMINO DE LIBERTAD
Y estas dos libertades que nos da el perdón -la libertad al recibir el perdón y la libertad al dar el perdón-, también las notamos en esa otra parábola que nos dejaste (eso nos habla de lo unidas que están estas dos libertades).
Es la parábola del siervo despiadado que después no quiso perdonar. Él sintió que el perdón que había recibido de su amo había sido un perdón meramente ritual, una transacción más. Incluso un perdón merecidísimo: probablemente ha dicho “Me merecía este perdón porque yo he trabajado buenísimo”. Y por eso, él no se siente movido a perdonar lo poco que le debían.
“Nosotros, Señor, anhelamos esa libertad y esa paz que da tanto el sabernos perdonados como el saber perdonar. Porque no queremos ser esclavos de nadie: ni de la ira, ni de la venganza, ni del rencor.
Queremos ser esclavos tuyos, Señor. Y para eso te pedimos que valoremos de verdad la grandeza de la libertad que nos devuelves en cada confesión bien hecha, con un corazón arrepentido, con propósito de enmienda de mejorar. Para que así, como consecuencia natural, queramos terminar de ser totalmente libres, perdonando también a los demás”.