¿ESTÁS SEGURO DE ESO?
Preparando esta meditación pensaba en las seguridades de nosotros los hombres. En cómo afirmamos con seguridad tantas cosas. Y en cómo nos choca (nos molesta a veces) que los demás duden de lo que afirmamos.
Cuando reclaman seguridad o comprobación de la verdad de lo que decimos las reacciones pueden ser muchas.
En Eslovaquia dicen que la gente cuando le preguntan “¿estas seguro de eso?” Responden: “Seguro, seguro, solo la muerte”. Es una frase fuerte y profunda, pero no va con el tema que había pensado. Mas bien, pensaba en cómo a veces respondemos: “¡Sí, segurísimo! Es más, ¡lo he visto con estos ojos!”
Me causaba gracia un conocido que cuando alguien le cuestionaba respondía: “¡Cuando te digo que la burra es parda es porque tengo los pelos en la mano!” Me da risa cada vez que lo dice. Ya se ve que se lo toma en serio.
¡TE HE VISTO JESÚS!
Pensaba en todo esto viendo la escena del Evangelio que describe cómo cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 29-32).
Estas palabras de Simeón las rezamos los sacerdotes todos los días al acabar el día; en esa última parte de la Liturgia de las Horas llamada Completas. En latín se le llama a este Himno el Nunc dimíttis.
Pero hoy me llamaba especialmente la atención ese detalle de la escena; la expresión: mis ojos han visto a tu Salvador. Porque son palabras fuertes, pero que puede pronunciar todo cristiano. Y son una afirmación de seguridad. “¡Lo veo con estos ojos!”
Se cumplen en la Eucaristía. Todos los días podrías decir “he visto al Salvador” si has visitado un Sagrario o si has estado en Misa y has visto cómo el sacerdote alza la Hostia recién consagrada. Tal vez se te ha escapado un “Señor mío y Dios mío” mientras veías a tu Salvador con tus propios ojos.
“¡Te he visto Jesús! Y yo también (aunque este es un privilegio más de los sacerdotes) te he tomado entre mis brazos, entre mis manos, como Simeón.”
Esto es así. No tenemos nada que envidiarle a Simeón.
LA GRANDEZA DEL MISTERIO
Estos días de Navidad, además, puedes tomar en brazos al Niño de la cuna y levantarlo diciendo: “mis ojos han visto al Salvador”. ¡Date cuenta de la grandeza del misterio!
Pero pensaba que también se cumplen estas palabras cuando pensamos el prójimo. Porque Dios Hijo se ha hecho hombre, de carne y hueso, niño indefenso. Ha venido a formar parte de nuestra familia: de nosotros los hombres. Como Adán podríamos decir: “¡este sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos!”
A partir de aquel momento (de la noche de Navidad) : todo lo que hacemos por uno de estos pequeños se lo hacemos a Él… Todo lo que hacemos por el prójimo, es hacerlo por Dios.
EL REY Y EL PASTOR
Recordaba Benedicto XVI en una ocasión que “El escritor ruso León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo. Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. «Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos intercambiarnos nuestros vestidos». Con cierto recelo, pero impulsado por la curiosidad para conocer la información esperada, el rey accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre. En ese momento recibió como respuesta: «Esto es lo que hace Dios».” (Jueves santo, 5 abril 2007)
SE HACE UNO DE NOSOTROS
O sea: se hace como nosotros. El admirable intercambio que dice la liturgia: Dios se hace hombre, y el hombre que se hace Dios. Se hace como nosotros y nos viene a hacer como Él a través de los sacramentos.
Se hace uno de nosotros, incluso más necesitado que nosotros. Necesitado de nosotros… Y esto es lo que celebramos: el exceso de cariño de Dios por ti y por mi. Ojalá y se encuentre nuestro cariño por Él…
¿HAS VENIDO A MIRAR O A AYUDAR?
Me he encontrado con esta anécdota que me ha impactado. “Ocurrió durante un mes de voluntariado en las vacaciones de verano. Cuando llegamos a Nairobi (Kenia) nos preguntábamos cómo nosotros, inexpertos universitarios, podríamos ayudar en aquella África sucia, polvorienta y calurosa.
Quizá arreglando tejados…, pero no teníamos experiencia en construcción. Quizá pintando un colegio… pero no sabíamos de pintura. Lo que sí teníamos claro era nuestra intención de darnos totalmente a los demás. Sin embargo, recibiríamos mucho más de lo que logramos dar, a través de un alojamiento para niños moribundos de las Hermanas de la Caridad.
A AYUDAR…
Todos entramos en aquella casucha, un tugurio sin muebles, con poca luz. Contrastaban las hamacas llenas de niños enfermos y lloriqueando con los limpísimos trajes talares blancos y azules de las Hermanas de la Caridad, que rebosaban alegría. Yo me quedé bloqueado, en mitad de la habitación. Nunca había visto nada así. Mis compañeros universitarios se esparcieron por las estancias, siguiendo a distintas monjas, que requerían su asistencia.
Una hermana me preguntó en inglés: —¿Has venido a mirar o quieres ayudar? Sorprendido por tan directa pregunta y en estado de sopor, balbuceé: —A ayudar… —¿Ves a ese niño de allí, el del fondo que llora? Lloraba desconsoladamente, pero sin fuerza. —Sí, ese (le dije señalándolo). —Bien: tómalo con cuidado y tráelo. Lo bautizamos ayer. Lo noté con una fiebre altísima. El niño tendría un par de años. —Ahora tómalo y dale todo el amor que puedas… —¿Lo que? No entiendo… —me excusé.
DAR TODO EL AMOR QUE SE PUEDA
—Que le des todo el cariño de que seas capaz, a tu manera…
Y me dejó con el niño. Le canté, lo besé, lo arrullé… dejó de llorar, me sonrió, se durmió… Al cabo de un rato busqué llorando a la hermana: —Hermana: no respira… La monja certificó su muerte: —Ha muerto en tus brazos… Y tú le has adelantado quince minutos con tu cariño el amor que Dios le va a dar por toda la eternidad.
Entonces entendí tantas cosas: el cielo, el amor de mis padres, el amor de Jesús, los detalles de afecto de mis amigos…: mi viaje a Kenia supuso un antes y un después en mi vida. Ahora sé que todos tenemos «kenias» a nuestro alrededor para dar amor cada día” (Adviento-Navidad 2021, con Él. Pablo Marti del Moral).
Sé que la anécdota es fuerte. Pero piensa: a la Navidad ¿venimos a mirar a Dios o a ayudarle…?
Mis ojos lo han visto podemos decir con Simeón, pero lo siguen viendo: en el prójimo, incluidos los que tienes más cerca.
No dejes de atender a Dios que está necesitado de cariño en el Pesebre, en el Sagrario y en la gente que te rodea. Ten seguridad de que está ahí, lo puedes tocar con tus manos, lo puedes ver con tus ojos.
Que nuestra Madre Santa María nos ayude a darle el cariño que Ella le dio.