IMÁGENES Y DESEOS
Esta mañana me levanté con muchas imágenes y pensamientos en la cabeza, y con un deseo. Primero te hablo de las imágenes y luego del deseo.
Las imágenes, muchas: los gritos de ¡Crucifícale! La delicadeza con que Jesús, miraste y te abrazaste a tu Cruz.
También un pensamiento, que no termino de creer que fueron mis pecados los que te llevaron a la Cruz y por eso, te pido verdadero dolor de mis pecados. Dame ese don, Señor. Regálame ese don.
El encuentro que tuviste con María. Pienso que en ninguna eternidad se puede olvidar ese dolor, y esa sintonía de sentimientos.
Las tres caídas. En la segunda ya no tenías fuerzas para nada. Y con qué alegría comprobaste que sí, que seguías con la Cruz, que podías seguir caminando con la Cruz.
Tus ojos Jesús, tu mirada, no me la puedo sacar de la cabeza…
Y ahora, el deseo. Amanecí con el deseo de aplaudir al buen ladrón. Si. Jesús, tengo la necesidad de contar, que ayer Viernes Santo, aparte de mirarte a Ti y a la Virgen, me fijé atentamente en los dos ladrones.
Uno de los malhechores colgados, te insultaba y decía:
«¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros!»
¿Es que este compadre no se dio cuenta de nada?, ¿no entendió nada? (…) Hermano, estabas al lado del Mesías y nada…
Recuerdo esa pregunta que lanzaste a los apóstoles:
«¿Quién dice la gente que soy yo?»
LOS DOS LADRONES
Si le hubiésemos preguntado a ese ladrón, a ese mal ladrón: “Oiga, ¿quién dice a la gente que es Jesús?” ¿Qué habría respondido? (…)
Tengo esa pregunta también muy metida entre mis pensamientos…
«¿Quién dice la gente que soy yo?»
Pues ahí está la clave. Eso es lo importante, reconocer a Jesús, así sea en la hora de la muerte.
Pero este güey, este compadre, este ladrón, nada de nada. No se da cuenta de nada. Está pensando en él y sólo en él.
Y, ¡ojo!… porque puedo estar cargando una cruz o colgado en una cruz y estar pendiente de mí mismo. Olvidarme de ver a Jesús.
Ahí está la cuestión. Ver a Jesús es la clave. Encontrarme con Jesús es la clave, y ahí está la clave de la Cruz también.
Con demasiada facilidad llamamos ‘cruces’ a los sufrimientos que nos depara la vida. Y cualquier asomo de dificultad no es una cruz. Si al llamar cruz a mis dolores, contrariedades, angustias, estoy haciendo alusión a la Cruz de Cristo, debería pensármelo dos veces porque puedo ser irreverente.
No cualquier cruz es la Cruz de Cristo. No. No todos los sufrimientos están asociados a su Cruz, a la Sagrada Cruz.
Por eso el sufrimiento por sí mismo ni es bueno ni hace bueno al hombre. Ahí está el mal ladrón que nos lo demuestra.
UNA CRUZ MAL LLEVADA
Jesús, hago oración, me puedo identificar con el mal ladrón. Este compa sufre a solas, o sea, sin Dios. Estar a solas es estar sin Dios y el dolor lo impulsa a cerrarse sobre sí mismo.
Sí, encima de la cruz, pero como un egoísta intratable convierte su sufrimiento en el centro del cosmos. Se asombra de que salga el sol por la mañana mientras él padece, olvida los dolores ajenos. ¡Es Jesús el que está al lado!
Todos mereceríamos mil veces ese suplicio, esa muerte, menos Jesús. Bueno, el santo es el que sufre. Es el que carga con todos nuestros dolores.
Lo que este ladrón quiere y reclama es que, quienes lo rodean se agrupen en torno a él, enjuguen sus lágrimas, lo consuelen. Y si no lo hacen, si no le prestan atención, todo serán quejas. Y eso es lo que hace el ladrón con Jesús. Se empieza a quejar…
¿No está Dios allá arriba? ¿Por qué no responde a sus súplicas?… ¿Acaso a Dios no le importa su dolor? Dios no lo escucha, … se olvidó de él. Con lo que ha rezado…. Y ahora, Dios le cierra sus entrañas.
¿Está claro? Dios no existe. Si existiera, no permitiría que un hombre como yo sufra así. ¡Ya bájame de esta maldita cruz! No sé… Me imagino… Pensamientos del género en este hombre, en este mal ladrón.
PERDÓN JESÚS
Perdóname Jesús por las veces que como el mal ladrón es maldecido, mi cruz lo he hecho por egoísta, por inconsciente. Cuántos han dejado de asistir a la misa dominical, por ejemplo, cuando murieron papá y mamá, sus padres…
O los que reprochan a Dios el no haberles atendido en los momentos más duros de su vida… Son el mal ladrón. Reniegan, se quejan… Nos quejamos Señor. Y yo también lo he hecho. Si, hay veces que somos el mal ladrón.
Pero ahí estaba el mismísimo Dios, y no le reprochan nada. En ese momento, habría sido buenísimo Jesús, que Tú le dieras un buen rapapolvo: ¿Qué? ¿No recuerdas tus muchos pecados, tus crímenes, tus miserias, tus robos? (…)
Pero Jesús no le reprocha nada. ¿Estaría yo dispuesto a escuchar tus reproches, así como Tú has escuchado muchas veces los míos? Pero Jesús no reprocha. Sólo muere, en silencio, libremente…
Al otro lado, está el buen ladrón que le respondió:
«¿Es que no temes a Dios Tú que sufres la misma condena?»
Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos. en cambio, éste nada malo ha hecho. ¡Qué diferencia, mama mía!
Mientras el mal ladrón contaba sus heridas y clamaba contra Dios, el buen ladrón, ¿qué hace? Mira a Jesús. Jesús no había cesado de buscar miradas en las que apoyar su alma durante toda su Pasión.
EL BUEN LADRÓN
Por eso, en ese preciso instante levantó la cabeza, y clavó sus ojos en los de su compañero de suplicio, en ese ladrón…
Por eso me levanté hoy con un deseo. ¡Aplauso cerrado! ¡Aplauso al buen ladrón! ¿Y qué vio Dimas? (Así es como lo ha llamado la tradición) ¿Que vió en la mirada del Señor?
Lo que antes había atisbado Pilato, y lo que adivinaba. Poco a poco el centurión y lo que tuvieron que haber atisbado todos los que te vieron, todos los que te escucharon, todos los que fueron curados… Pero no lo vieron.
El buen ladrón que lo vió, vio el cielo abierto en las pupilas de ese nazareno. ¿Y qué pasó en su corazón? Conoció su culpa y se avergonzó de su vida y pidió perdón. Y tuvo un dolor perfecto. Una contrición perfecta de amor. ¡Ese buen ladrón!
No hay mejor acto de contrición que el que proviene de una mirada a los ojos del Redentor. ¿Cuál fue la experiencia del ladrón al ver tus ojos, Señor? Vio su pobre corazón.
Pero sí, aunque consideraba que era inmundo, que era indigno, no se fijó en eso. Ya solamente se fijó en tu belleza, en la belleza de tu misericordia, de tu perdón, en tu rostro Dios, que es el rostro de Dios, el rostro que es misericordia.
Si Cristo crucificado es expuesto ante los ojos del hombre que sufre y este no le niega la mirada, el dolor cambia radicalmente, y se convierte en la amorosa y dulce puerta del Cielo, muchas veces olvidado.
ESTAR AL LADO DE JESÚS
El hombre que sufre unido a Cristo, se vuelve sabio con la sabiduría de la cruz. Una sabiduría que invita al único temor auténtico. ¿Cuál es el temor de verdad que debemos tener? Estar separados de Jesús, y si estoy en la cruz, si estoy sufriendo, pero estoy al lado de Jesús… No pasa nada.
Al estar al lado de Jesús, esa cruz que llevo se convierte en dulce penitencia, en un camino al Cielo.
Y llega el momento culmen, la conclusión de este momento, de esta escena, casi la última de la Pasión:
«Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Y Jesús le dijo: —Yo te aseguro hoy estarás conmigo en el paraíso».
¿Cómo te llamó Dimas? ¡Jesús! De nadie sabemos que se haya dirigido al Señor, llamándole simplemente Jesús. Así se llaman los amigos, por el nombre de pila, sin apellidos ni títulos añadidos. En el Evangelio te llaman Señor, Maestro; ¿pero Jesús?… ¡Y el buen ladrón, te llama Jesús!
La intimidad que alcanza con el Crucificado el hombre que sufre con él, no se alcanza en ningún otro momento de la vida…
POR LOS QUE HOY SUFREN
Por eso, en este momento pido esa intimidad para todos los que en este momento están sufriendo y se sienten solos: Que miren un crucifijo y descubran allí toda la ciencia de la Cruz llevada por Jesús.
Se llama ‘El buen ladrón’ porque se robó el Cielo, el primer santo de la historia. Ahí está, al lado de la Virgen, del Bautista, de los santos Inocentes y del propio José. En los primeros puestos de esa inmensa procesión de la Iglesia Triunfante.
«Quien quiera seguirme, que cargue con su cruz y me siga».
Claro. Te seguiré Jesús hasta el Cielo.
Hasta mañana, Jesús. Que ahora descansas en el seno de la Tierra.
Me quedo con esa mirada, y con esa súplica difícil de igualar en su sencillez: ¡Acuérdate de mí!