“Un sábado”,
leeremos en el Evangelio de hoy,
“Jesús atravesaba un sembrado. Sus discípulos arrancaban espigas y, frotándolas con las manos, se comían el grano. Unos fariseos le preguntaron: «¿Por qué hacen, en sábado, lo que no está permitido?»
Jesús les replicó: «¿No han leído lo que hizo David cuando él y sus hombres sintieron hambre? Entró en la casa de Dios, tomó los panes presentados que solo pueden comer los sacerdotes, comió él y les dio a sus compañeros» y añadió: «El Hijo del Hombre es Señor del sábado»”
(Lc 6, 1-5).
SÁBADO
Como sabemos era, para los judíos el día sábado, el día de la semana dedicado al culto Divino. Los cristianos lo hemos cambiado al domingo por el día de la Resurrección del Señor; desde la época apostólica ha sido así.
Dios mismo lo instituyó (lo leemos en el libro del Génesis), mandó que el pueblo judío se abstuviera de ciertos trabajos ese día, para poder, dedicarse con más detenimiento, tiempo, a honrar a Dios.
El problema es que, con el paso de ese mismo tiempo, se complicaron o complicaron el precepto Divino y, en la época de Jesús, habían hecho una clasificación y una casuística innumerable de trabajos o especies de trabajos prohibidos.
Los fariseos, precisamente, acusan a los discípulos de Jesús de violar este día, el día sábado. Porque arrancar espigas, para ellos, era lo mismo que segar; es una faena agrícola que estaba prohibida en sábado.
El Señor, la réplica que le hace, pone por ejemplo lo que leemos en el libro de Samuel, en el primer libro donde David que, en ese momento huía de la persecución del rey Saúl, pidió al sacerdote del santuario alimento para sus hombres.
El sacerdote, no teniendo sino los así llamados: panes de la proposición, se los dio. (Eran doce panes que colocaban cada semana en la mesa de oro del santuario como homenaje perpetuo a las doce tribus de Israel del Señor).
HACER SIEMPRE EL BIEN
Lo que el Señor quiere decir aquí es: que siempre es lícito hacer el bien, independientemente del día, el sábado.
“Ninguna ley puede oponerse a la realización del bien”.
Y les enseña, rechazando aquella interpretación falsa que hacen los fariseos apegados a la letra, a pesar de que estaban haciendo un bien: alimentándose.
Los mismos fariseos que se escandalizaban del Señor no tienen inconveniente en planear Su muerte, aunque sea el sábado (cosa un poco absurda).
El Señor se declara, al mismo tiempo: Señor del sábado, en el sentido de que manifiesta abiertamente que Él es el mismo Dios que dio el precepto al pueblo de Israel.
Los cristianos sabemos que el cristianismo no es un conjunto de preceptos o normas que bastan cumplir y ya, con eso estamos tranquilos con nuestra conciencia. Tampoco es un número de dogmas a los que hay que creer.
Eso, como sabemos, sería una gran deformación del cristiano y un gran empobrecimiento de la vida cristiana. Es verdad que tenemos los diez Mandamientos, los que procuramos cumplir, una Ley Moral y tenemos el Credo, cuyo contenido recitamos los domingos donde están los dogmas de la fe cristiana.
EL CRISTIANISMO ES JESUCRISTO
Eso lo sabemos, pero, aunque lo sabemos, tenemos siempre que volver sobre lo mismo: que el cristianismo es una persona, es Jesucristo a quien procuramos buscar, conocer, imitar, llamar, hasta el punto de convertirnos en otros Cristos. Como decía san Pablo:
“Tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús”
(Flp 2, 5).
Ese juicio crítico y esa maledicencia en contra del Señor era, prácticamente, constante por aquellos que se dejaban llevar por la envidia o la celotipia creyéndose el único plato de la mesa y cayendo, muchas veces, con su falta de lógica y sentido común en lo absurdo (como lo que acabamos de leer en el Evangelio).
Consecuencia de su mala disposición que les producía una gran ceguera ante la grandeza de Aquel que tenían al frente, nada más y nada menos que el Mesías, el Hijo del Dios vivo.
CARIDAD
La falta de caridad es lo más común que se manifiesta normalmente en esa crítica maledicente contra otras personas, llevándonos a perder hasta la misma lógica, el sentido común, la racionalidad en ese juicio.
Mucho más si nos dejamos llevar por las malas pasiones donde interviene, muchas veces, el rencor, el odio, la envidia o los complejos… sobretodo si no lo evitamos a tiempo.
Somos personas que, a veces, emitimos juicios con toda rapidez y, a veces, esos juicios son más duros y no contienen ninguna presunción de inocencia. Lo hacemos casi sin piedad, no nos damos cuenta y no nos percatamos de reconocer la propia ignorancia sobre aspectos desconocidos de vida de las personas, con la falta de respeto que trae.
Olvidamos aquella pregunta al Señor:
“¿Quién eres tú para juzgar al siervo ajeno?”
(Rm 14, 4).
El Señor lo dijo con claridad:
“No juzguen por las apariencias, sino juzguen con juicio justo”
(Jn 7, 24).
EL AMOR DE JESÚS POR LOS HOMBRES
Podríamos, a veces, preguntar ¿qué sucedería si Dios no nos perdonara los pecados? ¿Qué sucedería si Dios fuera puro juicio, pura justicia, no puro amor como dice san Juan? La vida sería invivible, sería un horror, imposible la convivencia incluso.
Ese amor de Dios por los hombres, el Papa Francisco llega a decir que se ha hecho visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su Persona no es otra cosa sino amor, un amor que se dona, que ofrece gratuitamente.
Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único, irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes, llevan consigo el distintivo ejemplo de la misericordia.
En Él todo habla de misericordia. Nada en Él está falto de compasión. La experiencia demuestra que los continuos juicios temerarios son la causa del sentimiento de distancia, de desapego, a veces aparentemente inexplicable entre los esposos, cónyuges, entre los hermanos, entre parientes, compañeros de trabajo, las relaciones difíciles entre ciudadanos dando lugar, muchas veces, a actitudes y comportamientos injustos.
EL JUICIO PRECIPITADO
La raíz del juicio temerario se encuentra, muchas veces, en esa complacencia que tenemos en el juicio precipitado que es lo que lleva o lo que demuestra una propensión siempre a fijarse en los aspectos negativos de las personas.
Cuando uno se deja llevar por actitudes de ligereza, de malicia, debería recordar aquellas palabras del Señor:
“No juzgues y no serás juzgado. Porque con el juicio con que juzguen se les juzgará y con la medida con que midan, se les medirá”
(Mt 7, 1-2).
Todos tenemos derecho al honor y a la fama. La lesión intencional del honor y la fama constituye un pecado contra la justicia y la caridad, ya sea el juicio temerario el que admite como verdadero un defecto moral del prójimo sin tener, para ello, fundamento suficiente.
O la maledicencia que manifestamos defectos y las faltas a los demás, a las personas que lo ignoran. Por supuesto, la calumnia: dañar la reputación de otros, dar ocasión o juicios falsos respecto a ellos.
LA JUSTICIA
Juicio temerario, calumnias, son siempre pecado contra la justicia. El respeto de la fama y del honor del prójimo comporta, en términos generales, no solo evitar buscar el mal al prójimo.
Muchas veces el mal está en la actitud de quienes se sienten autorizados a constituirse en jueces de los demás. Una tentación siempre sutil… podemos caer cualquiera.
Solo Dios, supremo Juez, conoce la profundidad del espíritu humano y hasta el último pliegue, podríamos decir.
Vamos a pedirle a nuestra Madre, santa María, que nos ayude a ti, a mí y a todos los cristianos a buscar benevolentemente a los demás, a no creernos superiores a nadie y luchar contra la soberbia, que es siempre ver al prójimo un poco de arriba hacia abajo y no de igual a igual.