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LA MARAVILLA DE UNA MISA

La Eucaristía, pan y pescado anthony fisher

Hay personas que prefieren hacer este rato de oración, estos 10 minutos de hablar con Jesús, leyendo también la transcripción de esta meditación.
Y tal vez hoy sea una buena oportunidad para hacerlo, porque nos vamos a adentrar en los misterios de san Juan.
Quien tiene un estilo de escribir que a veces puede parecer bastante complicado, pero sobretodo porque tiene una profundidad impresionante, pero bueno, a gusto del consumidor.
Seguramente has oído hablar de una de las conversiones al catolicismo que son de las más impresionantes, más o menos reciente, una conversión al catolicismo de la historia contemporánea.
En los años 80, Scott Hahn, un eminente pastor y teólogo presbiteriano (de la corriente, más bien calvinista). Un día decidió asistir por curiosidad a una Misa.
Su intención era convencerse de algo que el ya creía, que la Misa era el mayor acto de sacrilegio que un hombre podía realizar.
Se fue vestido de incógnito para que no lo reconocieran, y sentándose en la última banca de la capilla.
Se propuso observarlo todo con objetividad académica, eso era lo que él se proponía. Y todo con un cierto ánimo crítico.
Su intención era mantenerse al margen de aquellos ritos que él consideraba (con mentalidad protestante) sin fundamento alguno en las Escrituras.

TODO LO CONTRARIO

Para su sorpresa, presenció todo lo contrario. Él mismo lo cuenta en su libro “La Cena del Cordero”, y dice:

“A medida que avanzaba la Misa, algo me golpeaba. La Biblia ya no estaba junto a mí. Estaba delante de mí: ¡en las palabras de la Misa! Una línea era de Isaías, otra de los Salmos, otra de Pablo (…). Aún mantenía mi posición de observador. Permanecía al margen hasta que oí al sacerdote pronunciar las palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo… éste es el cáliz de mi Sangre».
Sentí entonces que toda mi duda se esfumaba. Mientras veía al sacerdote alzar la blanca hostia, sentí que surgía de mi corazón una plegaria como un susurro: «¡Señor mío y Dios mío. Realmente eres tú!» (…)
La experiencia se intensificó un momento después, cuando oí a la comunidad recitar: «Cordero de Dios… Cordero de Dios… Cordero de Dios», y al sacerdote responder: «Éste es el Cordero de Dios…», mientras levantaba la hostia.
En menos de un minuto, la frase «Cordero de Dios» había sonado cuatro veces. Con muchos años de estudio de la Biblia, sabía inmediatamente dónde me encontraba. Estaba en el libro del Apocalipsis, donde a Jesús se le llama Cordero no menos de veintiocho veces en veintidós capítulos. Estaba en la fiesta de bodas que describe San Juan al final del último libro de la Biblia. Estaba ante el trono celestial, donde Jesús es aclamado eternamente como Cordero. No estaba preparado para esto, sin embargo…: ¡estaba en Misa!”
(La cena del Cordero, Scott Hahn)

Impresionante, ¿no? Yo diría; hasta “escalofriante”. ¡Encontrarse con el Cielo por accidente!

EL VERBO HECHO CARNE

Reza el dicho popular que “quien sabe más, se sorprende más”. Por ejemplo, quien sabe mucho de música, se sorprende más ante una sinfonía, que quien sólo escucha “reggaetón”.


Mientras más se aprende de biología, más se alegra ante detalles pequeñísimos que uno encuentra en la naturaleza.
En este caso, mientras más se conocen los detalles de la Santa Misa, más fácilmente se sorprende de la maravilla de este adelanto del Cielo en la tierra.
Fue lo que le sucedió a Scott Hahn, que había dedicado gran parte de su vida a conocer la palabra de Dios.
Por eso fue capaz de reconocer a la palabra encarnada, cuando la vio presente sobre el altar.
Y el Verbo hecho carne, ahora en las especies sacramentales de su cuerpo y de su sangre, tenían una fuerza tan irresistible, que aquella primera Misa, fue el inicio de su conversión al catolicismo.
Como él mismo lo describe, fue el inicio de su “regreso a casa”. ¿Podemos nosotros hacer lo mismo?
Yo creo que los que estamos haciendo este rato de oración, en “hablar con Jesús”, obviamente ya somos católicos.
Pero lo de asombrarnos ante la liturgia de la Misa, creo que es posible, sobre todo cuando nos podemos asomar ante la liturgia, como un adelanto de la liturgia del Cielo. Eso sí lo podemos hacer.
Mientras más humildes seamos para reconocer, que lo que de verdad ocurre en cada Eucaristía, va más allá de lo que ven nuestros ojos, más nos maravillaremos del banquete celestial que ocurre ante nuestros ojos.

EL CANTO DEL GLORIA

Sirvan de ejemplo, dos detalles que pasan casi en automático, en la Santa Misa, pero que están allí, dispuestos para despertarnos ante lo que está por suceder.
El primer ejemplo, es en el canto del Gloria, allí reconocemos la inmensidad y la trascendencia de Dios.
Allí decimos: “sólo Tú eres santo, solo tú, Señor, solo tú altísimo Jesucristo”.
La palabra “santidad” significa literalmente “separación” (alguien santo es quien ha sido separado, consagrado para Dios).
Nosotros entendemos por santo a la persona que se porta bien, una persona que quiere la voluntad de Dios.
Pero en su origen, la palabra santo significa literalmente: “Separación”.
Alguien santo es alguien que ha sido separado, que ha sido dedicado para una cosa específica, que ha sido consagrado para Dios.
Por lo que aquí estamos reconociendo, cuando decimos que solo Dios es santo, es que Dios es totalmente separado, totalmente trascendente y totalmente distinto de todo lo creado.
Eso es lo que estamos diciendo en esa frase del Gloria.
Cuando la Misa avanza un poco más, sorprendentemente decimos esto mismo, pero ahora no lo decimos solamente nosotros.
Justo cuando finaliza el prefacio, hacemos propias las palabras de la visión del profeta Isaías:

“Unos serafines se mantenían por encima del Señor sentado en el trono. Cada uno tenía seis alas: con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies, y con dos volaban. Clamaban entre sí diciendo: “Santo, santo, santo es el Señor.”

(Is 6,2-3)

¿Te suena familiar? Justo antes de la consagración, con este canto del santo, nosotros nos unimos a la corte celestial para reconocer que Dios es santo, en el sentido de totalmente trascendente.

UNIDOS A LOS ÁNGELES

Nos unimos a los ángeles y a los santos que están en presencia directa de Dios en el Cielo, justo antes de presenciar nosotros; el Cielo abierto sobre el altar.
Reconocemos que Dios es totalmente diferente a nosotros, (eso es lo que significa santo) inmenso, trascendente y distinto de la creación.
Lo hacemos justo antes de que Dios esté muy cerca de nosotros en lo pequeño, en lo material de un pedazo de pan.
¿no es esto para caernos de espaldas? ¿no es sorprendente lo que hace Dios?
Con esto en mente, podemos escuchar mejor las palabras del evangelio de san Juan, que es la que nos propone la Iglesia para el día de hoy (que pueden parecer algo engorrosas, incluso repetidas).
Allí, Jesús dice que quienes lo siguen no son del mundo (en este sentido, son “santos”, separados, dedicados, reservados por Él). Como tampoco Él es del mundo (sólo Dios es santo).


En el Evangelio de hoy, Jesús le pide a su Padre que no los retire del mundo, sino que los guarde (los separe) del maligno.
Es lógico entonces que el mundo los odie, pues no son del mundo, y que, a su vez, quien sabe que está llamado a ser santo (reservado para Dios), procure estar cada vez más cerca de Dios y menos del mundo, aunque esté en medio de Él.

LA SANTIDAD

Y eso lo hace, siguiendo los pasos de Jesús:

“Así como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo”.
(Jn 17, 18)

Jesús, lo sabemos muy bien, lo aprendimos en el catecismo; es verdadero hombre y verdadero Dios, y Dios como acabamos de ver, es el único Santo.
¿Qué sentido tiene entonces que el mismo Jesús, diga:

“Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados”
(Jn 17, 19)

¿Es que a Jesús le falta santidad? Jesús no está diciendo que a Él le falte santidad. Si entendemos la santificación como lo que hemos estado viendo: su separación, dedicación, entrega, entonces esta frase tiene todo el sentido.
Se refiere a su entrega, a su sacrificio, a su amor por nosotros en la Cruz. Ese sacrificio por amor en la Cruz, que se renueva en cada Eucaristía.
Esta santificación de Cristo en el altar, nos santifica también a nosotros, porque podemos presenciar y participar (más impresionante todavía) en cada Misa, de la liturgia del Cordero inmolado.
Y así, sorprendentemente, el Evangelio de hoy nos invita a revivir la experiencia de Scott Hahn y su primera Misa.
Le pedimos a nuestra Madre ya para terminar este rato de oración, que ella como buena madre, nos conduzca a su Hijo.
Que sacuda lejos de nosotros el acostumbramiento, que nos deje maravillarnos ante cada Misa, ante cada comunión.
No podemos permitirnos el lujo de perdernos este espectáculo que nos santifica.

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