Jesús nos habla hoy de la importancia de la unidad. Pero no es la unidad de los rebaños de ovejas, ni la unidad de las piezas de una maquina; es la unidad en la fe y en sus consecuencias. Es la unidad de personas, que tienen inteligencia, voluntad y sentimientos; la unidad entre hermanos, hijos del mismo Padre.
“Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros.”
(Jn 17, 11).
¿Cómo se manifiesta esta unidad? Para empezar, sintiéndonos y sabiéndonos parte de un mismo equipo. Puede ser un equipo de lo que quieras, un grupo de trabajo, de deporte… o el equipo por excelencia: la familia.
En un equipo todos los que lo componen son distintos. Incluso pueden tener edades muy distintas. Pero, cada uno cumple su función, que puede parecer más o menos importante, pero es imprescindible. La clave está en entenderse, en coordinarse, no en estorbarse.
Ya es un poco deprimente cuando en un equipo, deportivo, se comenta que hay “problemas en el vestuario”. O sea: que los jugadores se están peleando entre ellos, se critican, etc. Ya en un equipo eso causa un mal ambiente y se nota en el desempeño. No digamos en la Iglesia… Y, ojo, que la Iglesia somos todos.
Hay que evitar lo que nos separe de los demás. Incluso las palabras, los comentarios… Esos que causan división. Eso daña. Además, como dice aquel dicho: “Agua vertida, nunca toda recogida”, o sea: aunque uno intente reparar el daño hecho, siempre queda algo negativo.
Como decía un filósofo: “Si no puedes mejorar el silencio, cállate” (L. Wittgenstein).
Bueno, esa es una manera de dañar la unidad entre las personas o dentro de la Iglesia.
UNIDAD DE LA IGLESIA
Para qué vamos a restar cuando se puede sumar, para qué dividir cuando se puede multiplicar. La unión entre los miembros de la Iglesia, uno con otro y cada uno con Dios, suma siempre, multiplica siempre. ¿Por qué? Porque no estamos aislados, no somos un verso suelto, formamos parte de algo grande y santo en lo que el mismo Dios está presente.
Ser uno… Unidad… La Iglesia no es sólo la “comunidad de creyentes”, es algo más profundo, hay una unión que llega hasta las raíces mismas de nuestra existencia, aunque cada uno sigamos siendo cada uno, independiente y responsable de lo propio.
Es un misterio. Para intentar explicarlo, san Pablo usa dos imágenes. La primera es la del cuerpo y los miembros. En el cuerpo humano, un miembro no es como una pieza de un artefacto. En la mecánica, por ejemplo, la relación entre los distintos componentes es puramente externa (encajan las piezas y ya); mientras que, en el cuerpo, la relación entre los miembros pertenece al orden de la vida… O sea: hay vida (y calidad de vida) si cada uno está y está donde tiene que estar y como tiene que estar.
La palabra “miembro” señala a una formación, a algo más grande y completo. Un órgano (el corazón, el cerebro, el estómago), tiene sentido en sí mismo y, al mismo tiempo, está integrado en el conjunto vivo del cuerpo. El miembro no se puede aislar del cuerpo, sino que tiene sentido unido a los demás. Y es que, al final, el cuerpo es un conjunto de “miembros”. Cada uno de los miembros está relacionado con los demás por la función que desempeña en la organización del conjunto, del cuerpo.
Ahora, hay un miembro (la cabeza, pensaba san Pablo por las ideas de la medicina de su tiempo), que es el que dirige todo el organismo; él lo veía como la energía que mueve todo, la fuente de la que brota todo, el que regula y dirige.
Pues ese eres Tú, Señor. Los creyentes somos los demás miembros, Cristo es la cabeza, la fuente que da forma a la vida. Los otros (nosotros) si estamos unidos y activados por Ti, configuramos Tu cuerpo; miembro con miembro, y todos unidos en un solo organismo viviente.
Si no estamos unidos y activados por Ti, somos un miembro muerto. Eso no es buena señal, se vea como se vea…
LA PIEDRA ANGULAR
La otra imagen que usa san Pablo es la del templo. Las piedras son las unidades. Para que el edificio se mantenga en pie, tienen que encajar unas con otras; y no aleatoriamente, sino que todo de acuerdo con el plano diseñado por el arquitecto, en el que cada pieza es esencialmente un elemento del todo. Ahora, la fuerza que mantiene esa unidad para constituir el todo -o sea el edificio- eres, una vez más, Tú, Señor.
En este caso, Tú eres la piedra angular y la clave, que sustenta y corona todo el conjunto.
No sé si lo sabías, pero en la arquitectura clásica está esa piedra que ocupa el centro de un arco. Dicen que cada una de las piedras que van en el arco se llama dovela, pero que la del centro, la que cierra el arco, se llama clave. Pues Jesús es la clave. Sin Él, todo se viene abajo. O, si lo quieres desde otra perspectiva: Cristo es el cimiento que da consistencia a todo el edificio.
Lo curioso es que no es una pieza en el conjunto si no que penetra por todas partes: como plano que guía la construcción o como figura que refleja el carácter del edificio.
“Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad”
(Jn 17, 23).
Es lo que le escuchamos decir en el evangelio.
A mí me parece, Jesús, que no terminamos de darnos cuenta hasta qué punto estamos unidos a Ti y hasta qué punto esa unión contigo nos une entre nosotros.
Por eso, quería terminar con una anécdota que es un tanto impactante en este sentido. No te puedo decir la fuente de donde la saqué porque, lastimosamente, no la sé (solo la tengo por aquí apuntada).
HISTORIA DE UN MISIONERO EN ÁFRICA
Un misionero en el África tenía que viajar, muchas veces, en su bicicleta a través de la jungla hacia el poblado mas cercano, para conseguir los medicamentos y el dinero que le enviaban desde los Estados Unidos. El viaje duraba dos días, así que tenía que acampar una noche. Había hecho este recorrido muchísimas veces.
Pues, en uno de sus viajes, antes del anochecer del primer día, encontró a dos hombres que peleaban fuertemente. Uno de ellos huyó, mientras el otro estaba seriamente herido. El misionero acudió a atenderle y le acompañó hasta donde vivía y les dio algunas indicaciones a su familia para que lo cuidaran.
Semanas después, en su siguiente viaje y al llegar a la ciudad, se le acercó aquel hombre que había atendido, y le dijo: «Yo sé que usted cuando regresa, lleva unas medicinas y dinero. El día que usted me atendió de mis heridas, algunos amigos y yo le seguimos hacia la jungla por la noche, así cuando usted acampara y estuviera dormido, teníamos planeado matarle y tomar el dinero las medicinas. Cuando íbamos a atacarle, vimos que la tienda de campaña estaba rodeada por 16 guardias armados. Nosotros éramos 4 y vimos que era imposible llevar a cabo nuestro plan así que decidimos retirarnos».
Escuchando, el misionero le dijo al hombre ríendo: «Eso es imposible. Yo puedo asegurarle que siempre viajo solo y nadie me acompaña en mis viajes». El hombre le corrigió e insistió en lo que vio. «No Señor, yo no fui el único hombre que vio a los guardias. Mis amigos también los vieron y todos contamos el mismo número de guardias. Estábamos asustados. Fue por eso que le dejamos y desistimos en atacarle. Cuando regresábamos yo me separé de ellos y fue entonces que, después, uno de ellos me siguió y me atacó como castigo por haberlos hecho perder su tiempo y no haber conseguido nada, ya que yo había planeado todo. Usted me encontró y vio huir al que me golpeó y vino en mi ayuda. Esperó que usted me pueda perdonar.»
LA UNIDAD EN LA ORACIÓN
Varios meses después, el misionero asistió a una celebración dominical en una iglesia en Michigan donde contó acerca de sus experiencias en el África, incluyendo la historia de los 16 guardias que estuvieron con él mientras acampaba y les dijo: Recuerdo bien ese día porque era el cuarto aniversario de haber llegado al África.
Uno de los asistentes interrumpió al misionero y le dijo algo que dejó a todos los asistentes atónitos. «Nosotros estuvimos ahí con usted en espíritu para ayudarle. En esa noche en el África, era de día aquí. Yo llegué a la iglesia para recoger algunos materiales que necesitábamos para un viaje que teníamos que hacer.
Cuando puse las cosas en mi camioneta, sentí que la presencia de Dios estaba a mi lado diciéndome que orara por usted. La urgencia fue tan grande que llamé a algunos hombres de la iglesia para que oráramos por usted. Esto lo hicimos en el salón donde tenemos las fotografías de todos nuestros misioneros, no sabía cual era el peligro que usted pasaba, pero en la fotografía venía impreso el día que usted fue enviado al África años atrás, un día antes de su aniversario. Nosotros estuvimos ahí con usted en oración protegiéndolo y ellos están aquí para atestiguarlo.
Inmediatamente después, este hombre le pidió a todos los que habían orando por él ese día, que se pusieran de pie. Uno a uno lo hizo, lo que llamó la atención del misionero. Este empezó a contarlos y el número exacto fue de 16 hombres.
Toda la comunidad quedó enmudecida por un largo rato.
Fin del relato.
Tal vez con esto sentimos el verdadero peso de esas palabras de Jesús:
“que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti (…) que sean uno como nosotros somos uno (…) quiero que donde yo estoy también estén conmigo los que Tú me has confiado…”
(cfr Jn 17, 21-24).