Imagínate una persona que llega a contarte: “Oye, no sabes lo que me ha pasado, pero hoy hablé con Dios. Él me habló y yo le contesté, lo escuché y Él me escuchó… conversamos”. Pues esto es lo que le pasó a Moisés hace muchísimos, muchísimos años.
Todos estos días ha salido la historia de Moisés y la historia del pueblo, relatadas en la Primera Lectura de la misa. Hemos escuchado relatos sorprendentes, extraordinarios, maravillosos y milagrosos.
Que todo un océano se abra para dejar pasar caminando al pueblo con su ganado; o que al pueblo lo proteja una columna de fuego todo un día y toda una noche; o que brote el agua de una roca; o que vengan codornices a alimentar al pueblo milagrosamente.
MOISÉS HABLABA CON DIOS
En fin, muchos milagros, muchos portentos. “Pero Jesús, yo creo que un milagro muy poderoso del que se dieron cuenta todos en el pueblo, fue que Tú hablabas con él; que Moisés hablaba con Dios”.
Hoy nos lo cuenta la Primera Lectura:
“Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí con las dos tablas del Testimonio en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara por haber hablado con el Señor”
(Ex 34, 29).
Al salir, comunicaba a los hijos de Israel lo que se le había mandado. Ellos veían la piel de la cara de Moisés radiante y Moisés se cubría de nuevo la cara con el velo hasta que volvía a hablar con Dios”
(Ex 34, 34-35).
HABLAR CON DIOS
“Moisés hablaba Contigo Señor”. No sé si alguien del pueblo se atrevió, en algún momento, a decirle:
“Oye Moisés, yo quiero hablar con Dios. ¿Puedo? ¿Cómo se hace? ¿Puedo subir contigo al monte a hablar con Dios? ¿Cómo habla Dios? ¿Cómo es la voz de Dios? ¿Qué dice? ¿Se escuchan truenos? ¿Retumba y tiembla la tierra? ¿Se abre el Cielo? ¿Cómo es? ¿Cómo habla Dios?”
“Aquello, Señor, me parece el portento más grande de todos los relatos que hemos escuchado estos días: el hecho de que un hombre, una criatura de este mundo, hablara con Dios”.
Pues nosotros queremos hacer esto cada día al hacer la oración. No lo queremos hacer, lo hacemos. Es una realidad: nosotros hablamos con Dios cuando hacemos un rato de oración.
UNA MONTAÑA
Yo me quería detener en tres detalles de este relato del Éxodo. Lo primero, es la referencia a la montaña: para hacer oración, debemos buscar una montaña…
No es que tú ahora vayas a abrir la ventana de tu habitación y vayas a mirar a ver: ¿Cuál es la montaña más cerca aquí a mi casa? Porque seguramente está a muchos kilómetros de distancia.
Yo aquí en Bogotá, la tengo al lado de mi casa, porque estoy sobre los cerros orientales de Bogotá y tengo una montaña muy cerca; pero quizá tú no tienes una cerca.
No me refiero a una montaña alta, sino al mejor lugar que tengas cada día para hacer tu oración; para hablar con Dios.
ENCONTRAR EL SILENCIO
Puede ser tu habitación, la biblioteca o puede ser el jardín que tienes enfrente de tu casa. O puede ser la capilla del Santísimo que está a tres cuadras de tu casa; esa puede ser la montaña tuya para hacer oración.
Pienso que en esa montaña que tú y yo ubicamos cada día y elegimos cada día para hacer la oración, sobretodo, encontramos el silencio.
“No Padre, pero espere, mire, yo tengo que escuchar estos 10 minutos con Jesús haciendo el desayuno o llevando a mis niños a que tomen el bus escolar; o yendo al trabajo en el transmilenio o en el transporte público. Yo no puedo, realmente, buscar cada día unos minutos… una montaña, ¡no tengo, no tengo!”
¡Claro que sí lo puedes encontrar! Todos podemos encontrar esa montaña y no me refiero solamente a la montaña que puedes encontrar ahí cerquita en tu habitación, sino la montaña del silencio.
LA FUERZA DEL SILENCIO
Creo que en alguna meditación mencioné este pasaje del Cardenal Sarah en un libro que se llama: “La fuerza del silencio”. Pero te lo recuerdo:
“Hay que proteger como un tesoro el silencio (…). El ruido de nuestro “yo” que nunca deja de reivindicar sus derechos y nos sumerge en una preocupación excesiva por nosotros mismos.
El ruido de nuestra memoria que nos arrastra al pasado (…). El ruido de las tentaciones o de la tibieza, (…) avaricia (…) tristeza, vanidad, orgullo; de todo lo que es materia del combate espiritual que el hombre tiene que librar a diario.
Para acallar esos ruidos parásitos, para consumirlo todo en el fuego de la dulce llama del Espíritu Santo, el mejor antídoto es el silencio”
(La fuerza del silencio [Mundo y Cristianismo] Cardenal Robert Sarah).
SILENCIO INTERIOR
“¡Qué bueno Jesús que nosotros podamos -siempre que hagamos oración- buscar un silencio interior!” (Ahí puede salir un propósito de este rato de oración).
La segunda imagen con la que me quiero quedar de esta historia del Éxodo, de esta historia de Moisés es que: la cara le brillaba después de hablar con Dios. “Señor, después de hablar contigo la cara le brillaba y se tenía que poner un velo”.
Nosotros nos podemos preguntar: “¿Señor, mi cara brilla después de un rato de oración? ¿Cómo es nuestra mañana o nuestra tarde después de un rato de oración?”
No digo que brille la cara, pero sí que brille el espíritu de paz y de alegría que transmitimos; el espíritu de servicio y entrega a los demás.
No puede ser que después de un rato de oración estemos como una cabra: acelerados, locos, dando tumbos, atolondrados… sino con el fruto de haber hecho la oración: la serenidad, la paz, la presencia de Dios, la vida interior…
ANÉCDOTA
Me acuerdo de una anécdota de un niño que conocía muy bien a su mamá y la veía cómo funcionaba, cómo vivía, cómo era su rutina y cómo, algunas veces, parecía como más linda, más suave y más querida (como decimos aquí en este país: ¡Qué persona tan querida!).
La anécdota va porque un día este niño ve un poco alterada a su mamá, un poco nerviosa y un poco atolondrada. Entonces, se acerca y le dice: “Mamá, ¿te puedo hacer una pregunta?: ¿Ya hiciste la oración?
La mamá se queda muy sorprendida. Este niño notaba como cada día, después de que su mamá hacía la oración, transmitía algo novedoso; algo que reflejaba su vida interior, su mundo interior y eso lo conseguía todos los días en la oración.
«Este niño se daba cuenta cómo su mamá, cada vez que hacía la oración, recuperaba la serenidad, la paz. El centro de su vida eres Tú Jesús; que eres Tú”.
LA ORACIÓN, UN TESORO
Que la oración sea para nosotros un tesoro -que es la idea que transmite el Evangelio de la misa de hoy, pero que no alcanzamos a comentar. Desafortunadamente, ya se nos acabó el tiempo.
“Señor, vamos a pedirte esa gracia, ese don: que siempre busquemos la montaña del silencio para hacer nuestra oración; sobretodo, el silencio que acalle nuestro yo, el ruido de nuestro yo.
Que procuremos, después de cada rato de oración, que brille nuestra vida interior; que brille ese sabernos llenos de Ti, con la paz, con la serenidad, con la alegría, con la sonrisa, con el espíritu de servicio y con las ganas de hacer todo bien: el trabajo y todas las ocupaciones que tengamos a lo largo del día”.
Ponemos a nuestra Madre como testigo de estos deseos.