El Evangelio de hoy es breve pero importante. Muy importante. Son sólo tres versículos, pero son de las líneas más rompedoras de los relatos evangélicos. Tal vez, cuando los leas no te parezca tan así, pero lo son.
A ver, empecemos por leerlo. (Bueno, yo lo leo y tú lo escuchas…).
«Jesús pasaba por ciudades y aldeas predicando y anunciando el Evangelio del Reino de Dios.
Le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; y Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; y Susana, y otras muchas que les asistían con sus bienes».
RESPETO Y HONOR
Allí lo tienes. Y te animo a decir, así de entrada: ¡qué vivan las mujeres!
A pesar de los prejuicios de la época, “en las enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, que era propia de aquel tiempo; por el contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor debido a la mujer. (…)
Este modo de hablar sobre las mujeres y a las mujeres, y el modo de tratarlas, constituye una clara “novedad” respecto a las costumbres dominantes” (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 13).
“Es una «novedad», porque, en los tiempos del Señor, los rabinos no podían saludar ni hablar por la calle a ninguna mujer, ni a su madre, ni a su esposa.
Era tan clara y contundente la prohibición que ningún rabino que quisiera conservar su dignidad lo haría en ningún momento.
Mucho menos todavía permitían o admitían a mujeres como discípulas, aprendices o compañeras.
Otra cosa totalmente inaceptable en el judaísmo era que las mujeres pusieran sus bienes al servicio de los hombres” (Septiembre 2019, con Él, Augusto Sarmiento).
Tú Señor, sin embargo, no solo no haces ninguna discriminación entre hombres y mujeres, sino que ya desde el comienzo de tu predicación vemos que vas “acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, y otras muchas que te servían con sus bienes.
O sea desde los primeros tiempos, había, junto a los hombres, numerosas mujeres. Vemos a aquellas mujeres que personalmente se habían encontrado con Cristo y le habían seguido” (cfr. Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 27).
Y forman parte del grupo de los que te acompañan y te siguen.
FIELES, VALIENTES Y AL PIE DE LA CRUZ
Es curioso con qué facilidad nos olvidamos de este grupo de mujeres. Uno se imagina a Jesús, rodeado de los doce apóstoles y poco más. Pero ellas también estaban allí.
Es más, fueron las más valientes y las más fieles entre quienes le acompañaban. Porque a la hora de la Pasión, nos encontramos al pie de la Cruz a María y a estas santas mujeres.
De los apóstoles solo está Juan, el adolescente… Lo demás: cobardes… En cambio ellas: valientes, fieles.
“Y se sabe que, en los tiempos de Jesús las mujeres se arriesgaban bastante al acompañar a los detenidos o los ajusticiados, porque si los romanos sospechaban que alguien había comido o cenado con un reo, lo detenían.
Con todo, estas mujeres están junto al Señor, al pie de la Cruz. (…)
Las mujeres están junto a la Cruz, porque el amor al Señor las lleva a acompañarle. El que ama desea estar con lo que se ama y pone los medios que sean necesarios para compartir su dolor y sufrimiento.
El dolor ajeno se siente y se quiere compartir como propio. A estas mujeres no les importa correr los riesgos que su comportamiento les pueda acarrear. Lo que les mueve es el consolar y acompañar al Señor.
Cuando los demás discípulos han huido y sólo se queda san Juan, el discípulo amado del Señor, es el amor lo que también a ellas les hace ser recias y permanecer junto a la Cruz.
Son, por eso, un ejemplo para todos los cristianos (para ti y para mí) ante el dolor y el sufrimiento: el de uno mismo y el de los demás” (Septiembre 2019, con Él, Augusto Sarmiento).
COMPRENSIÓN Y AMOR
Tampoco es de extrañar, porque, como dice un autor, unas palabras que a mi me gustan mucho:
“La vocación de la mujer tiene un punto de natural incomprensión. Es la dificultad habitual que tienen para entenderse a sí mismas, que contrasta absolutamente con su capacidad casi infinita de comprender a los demás”
(Julio 2015, con Él, Fulgencio Espa).
Y por eso están ahí, porque te comprenden y te quieren. Y yo digo: ¡qué vivan las mujeres!
No solo por esto, que ya es mucho. Sino que: “Las mujeres son las primeras en llegar al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras que oyen aquellas palabras:
«No está aquí, ha resucitado como lo había anunciado»
(Mt 28, 6).
Y son las primeras en abrazarle los pies (cf. Mt 28, 9). Son igualmente las primeras en ser llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles (cf. Mt 28, 1-10; Lc 24, 8-11)” (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 16).
MUJERES UNIDAS A CRISTO
Y, te lo sigo diciendo con palabras de san Juan Pablo II: “Lo mismo se repite en el curso de los siglos, generación tras generación, como lo demuestra la historia de la Iglesia.
En efecto, la Iglesia defendiendo la dignidad de la mujer y su vocación ha mostrado honor y gratitud para aquellas que fieles al Evangelio han participado en todo tiempo en la misión apostólica del Pueblo de Dios.
Se trata de santas mártires, de vírgenes, de madres de familia, que valientemente han dado testimonio de su fe, y que educando a los propios hijos en el espíritu del Evangelio han transmitido la fe y la tradición de la Iglesia.
En cada época y en cada país encontramos numerosas mujeres «perfectas» (cf. Prov 31, 10) que, a pesar de las persecuciones, dificultades o discriminaciones, han participado en la misión de la Iglesia.
El testimonio y las obras de mujeres cristianashan incidido significativamente tanto en la vida de la Iglesia como en la sociedad. También ante graves discriminaciones sociales las mujeres santas han actuado «con libertad», fortalecidas por su unión con Cristo.
Una unión y libertad radicada así en Dios explica, por ejemplo, la gran obra de Santa Catalina de Siena, en la vida de la Iglesia, y de Santa Teresa de Jesús, en la vida monástica.
También en nuestros días la Iglesia no cesa de enriquecerse con el testimonio de tantas mujeres que realizan su vocación a la santidad.
Las mujeres santas son una encarnación del ideal femenino, pero son también un modelo para todos los cristianos, un modelo de la «sequela Christi» seguimiento de Cristo, un ejemplo de cómo la Esposa ha de responder con amor al amor del Esposo con mayúscula” (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 27).
Y LA BENDITA ENTRE TODAS…
Me parece que no se puede decir otra cosa más que: ¡qué vivan las mujeres! Hasta el diablo lo sabe.
Fausto (aquel famoso personaje de la obra de Goethe) exclama, al ver en un espejo mágico la imagen de Margarette, de quien está enamorado: —Es la más bella imagen de mujer. ¿Y es posible, una mujer tan bella? (…) ¿Existe una cosa así sobre la tierra?
Y Mefistófeles (o sea, el diablo) le contesta, no sin un deje de envidia le dice: —¡Pues, claro! Cuando se afana un dios seis días seguidos, y al final a sí mismo se dice ¡bravo!, ha de salir de ello algo sensato (Goethe, Fausto, Parte I).
Bueno, no solo te ha salido algo sensato Señor, sino alguien maravilloso. Cuánto le debemos a las mujeres. Cuánto debe la Iglesia a la mujer.
Ya te lo decía, hoy se trata de tres versículos en el Evangelio, pero tres versículos muy importantes, ¡qué vivan las mujeres!
No dejes de voltear a ver, también hoy a María, ‘Bendita entre todas las mujeres’.