Hoy tengo que confesar que soy un curioso empedernido de la etimología. Es decir, de ese estudio de las raíces de las palabras, me da demasiada curiosidad. Por eso tengo un gran defecto, que es la manía de distraerme cuando se me aparece una palabra nueva o una palabra común incluso y me distraigo pensando: ¿Cuál será el origen de esta palabra concreta?
Será que viene del latín, del francés, del griego… Claro, con los conocimientos básicos que tengo en estas lenguas, pues, ahí me voy distrayendo, intentando discernir de dónde viene la palabra.
A veces, no puedo controlar la curiosidad y lo que hago es que intento que esa distracción también me sirva para hablar con Dios, para hacer oración. Intento darle la vuelta, que a lo que podía distraerme de Dios, alejarme de Dios (que en este caso es ver de dónde viene esta palabra), pues, más bien busco que me acerque a Él.
En estos días me sucedió con la palabra ‘nepotismo’, que proviene del latín nepos, nepotis designa a los sobrinos o los nietos. Pero que nos ha llegado a través del italiano, por una práctica nefasta a finales de la Edad Media y el Renacimiento.
El nepotismo es una práctica fraudulenta de algunos gobernantes, funcionarios, etc., de dar preferencia a sus parientes en el ascenso a puestos de trabajo, cargos, etc. En algunos países está duramente penado por la ley. Claramente no es algo que se deba permitir o fomentar y siempre tiene un matiz negativo. ¿Siempre?
Yo me atrevería a decir que no siempre, porque hay un “nepotismo positivo” que marca la excepción. Es el “nepotismo de Dios” (esto es teoría mía, no es dogma de fe…) que ve con preferencia a los que él llama “familia” y les confía mayores responsabilidades y les confía lugares especiales en su Reino.
SER FAMILIA DE DIOS
Y la gran noticia, es que tú y yo podemos beneficiarnos de esta ventaja de ser “familia de Dios”. Es una especie de derecho inmerecido, pero que Dios ha querido darnos y que podemos aprovechar para ir más tranquilos por la vida.
Esto es lo que la Iglesia nos regala con el bautismo: la posibilidad de vivir del nepotismo de Dios, la posibilidad de ser hijos de Dios. Y si vivimos coherentemente esta verdad, podemos ir con la tranquilidad de saber que Dios es nuestro Padre.
Nos recordaba san Josemaría que
“el cristiano camina con la cabeza alta, porque es hombre y es hijo de Dios”
(Amigos de Dios, 93).
Y esto no es una mera teoría, es la convicción comprobada en la experiencia personal. De hecho, así queda recogido en el punto 274 de Camino:
“Padre –me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central (Universidad Central de Madrid, la actual Universidad Complutense)–, pensaba en lo que usted me dijo… ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, ‘engallado’ el cuerpo y soberbio por dentro… ¡hijo de Dios!». Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la «soberbia»
(Camino 274).
Esto de fomentar la soberbia puede sonar paradójico, pero evidente san Josemaría se refiere al orgullo de saberse hijo de Dios y predilecto de Dios.
Otros santos, como san Jerónimo y san Juan de Ávila, han usado esta misma expresión. Aquí san Josemaría la emplea para recordarnos que también nosotros debemos estar orgullosos de tener a Dios como Padre. Si me voy a jactar de algo, si voy a estar orgulloso de algo, que sea de saberme y estar seguro de que Dios es mi Padre y me trata con especial predilección.
Nosotros los cristianos nos hemos encontrado con el privilegio inmerecido de este nepotismo de Dios y sería una lástima que decidiéramos renunciar a él. Eso es lo que mueve a san Pablo a advertirnos que
“si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo”
(En 8,17),
nada más ni nada menos.
Es como si san Pablo nos estuviese recordándonos que no basta con ser hijos de Dios (que ya es muchísimo, ¿no?), sino que hemos de sabernos hijos de Dios, de tal modo que toda nuestra vida adquiera un nuevo sentido.
PRESENTACIÓN DE LA VIRGEN
Además, hoy celebramos la fiesta de la Presentación de la Virgen y la Iglesia vuelve a proponernos la vida de nuestra Madre María como modelo de santidad para nosotros. Hoy nos fijamos en que, desde pequeña, María intuyó este singular privilegio de vivir muy cerca de Dios, hasta el punto de ser familia de Dios, y decidió no renunciar a este privilegio.
Este gesto de su presentación en el templo no es un mero evento ritual, sino un paso más de una decisión que ella ya había tomado: la decisión de pasar a ser familia de Dios, por querer lo que quería Dios.
¿Es que ella sabía que iba a ser la Madre de Dios? Evidentemente no. Ella no lo sabía, como demuestra la sorpresa por el anuncio del ángel Gabriel. Pero sí entendió muy pronto lo que Jesús anuncia el día de hoy:
“el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana y mi madre”
(Mt 12,50).
La fiesta de hoy nos presenta a nuestra Madre como ejemplo de quien busca entregar la propia vida al servicio de Dios y de su voluntad, y comprendemos que, por lo que escuchamos de labios del Señor en el evangelio de hoy, María decidió ser familia de Dios incluso antes de aceptar ser oficialmente su santa Madre. Ella eligió hacer propia la voluntad de Dios mucho antes de recibir al Verbo encarnado en sus entrañas.
La buena noticia, es que también nosotros podemos hacer lo mismo. No basta ser hijo de Dios por el bautismo (que ya es mucho), sino aceptar libremente vivir como hijos de Dios en medio del mundo. Así Dios ya no será para mí alguien que impone leyes, para que yo las cumpla, a menos que yo quiera sentir todo el peso de su ira.
CUMPLIR LA VOLUNTAD DE DIOS
Así Dios, como decía también san Josemaría,
«no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor»
(Es Cristo que pasa, 64).
Señor, que cada día sepa darme mi lugar. Soy hijo de Dios inmerecidamente, pero ¡lo soy! Miro mi vida de pecador y no me saldrá otra cosa que lo que pensó el hijo de aquella parábola al volver finalmente a la casa de su padre (a “su” casa):
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”
(Lc 15,21).
Lo asombroso de esta escena es la reacción de su padre:
“lo vio, se le conmovieron las entrañas; y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos”
(Lc 15,20).
A este padre, le da igual que le acusen de nepotismo. Evidentemente tiene una preferencia especial por su hijo, él es su talón de Aquiles, su punto débil.
Y ese hijo somos nosotros ante nuestro Padre Dios.
Si bien el término “nepotismo” tiene claro sentido despectivo, nos ha caído del cielo el derecho inmerecido de ir por el mundo protegidos por este “nepotismo de Dios”. No despreciemos tontamente esta oportunidad de vivir tan seguros a pesar de las dificultades, pase lo que pase.
Claro, el único requisito que se nos pide a cambio es lo que el Señor nos dice en el evangelio de hoy, poner la ilusión de cumplir en todo la voluntad de Dios. Pedimos a nuestra Madre, en esta fiesta de su Presentación a Dios, el don de imitarla especialmente en esto.
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