El Evangelio de este lunes nos presenta un texto de san Lucas donde dice el Señor a sus discípulos:
“Sean misericordiosos como su Padre Celestial es Misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados. Den y se les dará; y les verteran una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. Porque con la medida con que midas a los demás, se te medirá a ti”.
(Lc 6, 36-38)
NO JUZGAR, NO CONDENAR
Estas palabras nos parecen como muy bonitas y siempre me han retumbado un poco como lo que un cristiano debe hacer. Pero, ya en el día a día, reflejan un montón de cosas difíciles, que es el mundo interior. La necesidad de no juzgar, de no tener nosotros una perspectiva dura con los demás, de no poner etiquetas, es algo que a todos nos sale con naturalidad.
Pero Jesús en este texto, como que nos quiere dejar niquelado, clarísimo: «no juzgar a los demás». Pero qué difícil, qué difícil es. Porque, normalmente, siempre estamos juzgando. Siempre estamos diciendo lo que nos gusta más, lo que nos gusta menos, lo que se pudo haber mejorado.
SAN JOSÉ NUESTRO EJEMPLO
Habla el santo Padre Francisco, en la Patris corde, en el epígrafe cuarto, sobre que san José era el padre en la «acogida». Y que ser padre en la acogida requiere saber acoger las cosas sin terminarlas de comprender. O sea, hacer personal algo sin que antes se haya terminado de entender racionalmente o por qué eso me conviene. Y esto va muy de la mano con no juzgar. Saber acoger a los demás como son.
Porque no sabemos las cosas interiores de las personas. Hay muchísimas personas, por ejemplo, que a veces sufren trastornos. O que a veces tienen que lidiar con cosas dentro de su cabeza. Y uno puede decir: ¿Pero cómo se comporta así de mal? o ¿Por qué es tan antipático? Y puede hacer juicios de valor todavía más graves y decir: ¡Esta persona es mala, es un diablo! (Se escucha por ahí).
Y, en realidad, puede ser que el Señor haya permitido que esas personas tengan un trastorno o tengan un algo dentro de ellos, que no les permite sacar todo lo mejor.
¡No podemos juzgar! Siempre tenemos que pensar en el lado positivo o, por lo menos, omitir el juicio de valor. No inmediatamente poner ya las etiquetas: éste es malo. Sí se puede decir de las acciones: Éste actuar no está bien, pero no de las personas.
Qué difícil es separar las personas de los actos. Pero es importante que lo hagamos, porque si no podemos ser un poco injustos. Y el Señor nos llama la atención para que seamos, en esto, muy delicados.
UNA ANÉCDOTA MUY ILUSTRATIVA
Hay una anécdota de la vida de san Josemaría, que a mí me ayuda mucho en este tema. Y es que hay que oír al acusado; es de aquellos años de cuando san Josemaría era muy pequeño.
«De aquellos dias de parvulario,»
cuenta Andrés Vázquez de Prada en ese libro que se llama El fundador del Opus Dei,
«quedó prendido en la memoria un suceso doloroso de su primer período de la infancia, de cuando cumplía los tres años. Esta retentiva precoz, aunque no prodigiosa, se debía en gran parte a la impresión causada por la intensidad de los sentimientos o por cualquier choque demasiado brusco con la realidad.
No era una impresión a ciegas, sino que la sensibilidad del niño, realmente extraordinaria, despertaba en su alma el esfuerzo por comprender el significado y la consecuencia de los hechos.»
Esto escribe sobre lo que le pasó y que, desde los tres años, le quedó marcado a san Josemaría.
«Ocurrió un día que a la niñera, que iba a recogerle a la salida del parvulario para llevarle a casa, le dijeron que Josemaría había pegado a una niña, lo cual no era cierto. Sin embargo, recibió una fuerte reprimenda. Aquella injusta acusación le dolió en el alma. Por eso se quedó tan grabado. Por esa vía entendió el sentido de la justicia, de forma que, de allí en adelante, le quedó impreso el no juzgar antes de haber oído al acusado».
(Cfr. Alvaro del Portillo, Sum. 19; Javier Echevarría, Sum. 1774) (Andrés Vásquez de Prada, El fundador, p,38)
NO JUZGAR, NO JUZGAR EN ABSOLUTO…
No sabemos cómo funciona por dentro cada persona. Y, por lo menos, cuando recibimos una acusación o cuando alguien se viene a quejar, lo lógico es escuchar también la otra campana. O sea, el otro lado de la acusación. No actuar inmediatamente, sino actuar con prudencia. Informarnos bien de qué es lo que dice la otra contraparte afectada, por así decir.
Si no, jamás seremos prudentes. Si no, a veces cometeremos injusticias graves. No juzgar de forma ligera, no juzgar en absoluto, nos dice el Señor Jesús.
Fíjate bien, Dios nos dice que al final de nuestras vidas nos encontraremos con el Juez Justo, que será el mismo Jesucristo. Y que ahí nos juzgará. Jesucristo nos juzgará una sola vez al final de nuestra vida. No en los intermedios, no cuando estás más bajo de ganas o cuando has hecho algo malo e inmediatamente tienes el juicio negativo de Dios. ¡No!
Nos juzgará una sola vez al final de los tiempos. Y eso nos permite mejorar nuestra perspectiva, nuestros esfuerzos. Nos permite pedir perdón, volver a luchar.
Dios no nos juzga y nos pide que hagamos lo mismo: que no juzguemos a la gente. Por supuesto que esto no se riñe con que a veces hay que corregir. De hecho, la corrección fraterna es otro mandato del Señor, que es una forma de amor.
Pero tenemos que hacer como nuestro Padre Dios, que es Misericordioso: No juzguemos, así no seremos juzgados; que no condenemos, porque así no seremos condenados; que perdonemos para ser perdonados. Porque como damos, así se nos dará; y verterán esa misma medida que es generosa con nosotros. ¡Sé que es difícil!
UN EJEMPLO DE VIDA
Otra anécdota que recuerdo: Don Juan Larrea Holguín, que fue arzobispo de Guayaquil, cuando se jubiló y pasó a vivir en un centro de la obra (porque él era de la Obra), había gente que pensaba completamente distinto que él. Él era un gran jurista, había escrito muchos libros y trabajado en la Constitución del Ecuador.
El tema es, que algunas personas empezaron a hablar mal de él y él jamás dijo nada sobre sobre estas personas. Ni un comentario negativo. Yo, en algunas ocasiones, recuerdo que en la mesa a alguno le picaba para ver si decía algo. Y don Juan Larrea, con una delicadeza, cambiaba de tema, de conversación; hacía de todo por no hablar mal de las otras personas, no hacer un juicio crítico.
Ojalá tú y yo fuéramos así. Se lo pedimos a San José, que también tuvo que aprender a acoger cantidad de cosas que no entendía. Que tuvo que evitar decir ¡zamba canuta!…o sea, decir cosas duras, porque no quería herir a nadie.
Vivía esa misericordia tan delicada que es propia de nuestro Padre Dios. Esa paternidad, que es una paternidad delicada.
Vamos a pedirle entonces a San José y también a nuestra Madre, la Virgen, que seamos nosotros también delicados y que aprendamos sobre todo a nunca juzgar, a nunca condenar.
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