«Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: —Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Y Jesús le preguntó a su vez: —¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?
Él le respondió: —Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu y a tu prójimo como a ti mismo. —Has respondido exactamente, le dijo Jesús. Obra así y alcanzarás la vida»
(Lc 10, 25-37).
Comienza así el Evangelio que nos propone la Iglesia este domingo. Y me parece que es muy bonito que le demos vueltas, porque como es tan fuerte luego la parábola que cuenta del buen samaritano; a veces nos olvidamos que empieza ese texto o esa explicación de Cristo con:
«Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu. Y a tu prójimo como a ti mismo».
EL AMOR AL PRÓJIMO
Es impresionante la forma tan radical y fuerte con la que Cristo repite las palabras de la Escritura, añadiendo esto:
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
El amor a Dios es algo que es muy difícil de valorar desde fuera, porque está metido en cantidad de detalles, de esa diálogo íntimo que cada uno mantiene con el Señor. De darle gracias internamente, de adorarle siempre, de tenerle presente.
Son cantidad de detalles, que es muy difícil desde fuera decir quién los vive y quién no. Sin embargo, el amor al prójimo es distinto.
El amor al prójimo es algo que se ve desde fuera, porque no puede haber un amor al prójimo que simplemente termine en obras internas. Es importantísimo que haya esas obras externas, que haya esos ejemplos de misericordia, que nos preocupemos por los demás.
San Josemaría decía que, primero los demás y después yo, en el sentido de que había que ver y tener ese complejo de nunca estar solo, de siempre estar primero con Dios y con los demás.
No olvidarnos de que Dios tiene mucha estima por los demás. Hay que aprender a ser misericordiosos, y la misericordia no es algo que se gana, solo con los que se merecen ser misericordiosos o que los se merecen que se les tenga misericordia.
UN EJEMPLO DE MISERICORDIA
De hecho, hay una anécdota en la vida de Napoleón Bonaparte que es bastante fuerte en este sentido.
Dice: “Una madre solicitó a Napoleón el perdón de su hijo, y el emperador dijo que era el segundo delito que cometía este hombre y que la justicia exigía su ejecución.
Pero la madre le dijo: —No pido justicia, pido misericordia. —Pero señora, respondió el emperador, no merece misericordia alguna. —Su Excelencia, prosiguió la madre, si se la merecería, no sería misericordia. Y misericordia es todo lo que le pido.
— Muy bien, dijo el emperador, tendré misericordia. Y así se salvó la vida de su hijo”.
La misericordia no se merece. No hay que tener un mínimo de bondad para recibirla. No hace falta exigir a los demás para recibirla, o tener una forma de vida. La misericordia se da a todos, porque justamente eso es la misericordia, y Dios tiene misericordia de nosotros.
Por eso tenemos que pensar cómo vivimos la misericordia, especialmente con los que más nos cuestan, con los que nos han ofendido, con los que se han portado mal, con los que nos gustaría dejarles en la ‘lista negra’.
¡Esas personas necesitan misericordia! A veces no son cosas contra nosotros mismos, sino son contra los hijos, contra la familia, contra la empresa. No sé… ¡Y esas cosas duelen más, porque si fuera contra mí, lo perdonaría. Pero esto no lo voy a perdonar!
Y esas personas de nuevo, las personas que nos han hecho mal, también necesitan misericordia. Que seamos nosotros misericordiosos. Y es que así cumplimos lo que Jesús alaba en la respuesta de este hombre, de este doctor de la Ley, porque dice:
«Amarás a Dios sobre todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo. Has respondido exactamente. Obra así y alcanzarás la vida».
GANAR LA VIDA ETERNA
Porque la pregunta pasa por: «¿Qué hay que hacer para heredar la vida eterna?»
Y tenemos que pensar nosotros también: ¿queremos ganarnos la vida eterna? Bueno, eso es hacia dónde vamos. Ese es realmente nuestro único objetivo: ¡ganar la vida eterna!
Y la ganancia de la vida eterna no se hace a través de superar una serie de obstáculos, cada uno más difícil que los anteriores, sino que al contrario. Cuando vamos superando las cosas que nos cuestan, vamos cambiando nuestra forma de ser.
Dice san Agustín en el sermón 53:
“Este es nuestro fin: fin que significa nuestra perfección, no nuestra consunción (como el desgaste, como el acabamiento).
Llega a su fin el alimento llega a su fin, llega a su fin el vestido; el alimento porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye su textura.
Una y otra cosa llegan a su fin. Pero un fin implica la consunción, (o sea que se vaya deteriorando), el otro, la perfección.
Todo lo que obramos, —lo que lo obramos bien–, todo aquello por lo que nos esforzamos, todo lo que laudablemente anhelamos, lo que deseamos sin culpa, ya no lo buscaremos más cuando llegue la visión de Dios.
Pues ¿qué puede buscar quien tiene a Dios a su lado? O, ¿qué le puede bastar a quien Dios le basta? Queremos ver a Dios, buscarle. Hacer las cosas, nos hace que nos acerquemos a esta visión de Él”.
PARECERNOS A JESÚS
Ya me parece increíble, porque cada cosa que hace es cada acto de misericordia que haces, -qué hago yo-, eso nos va ayudando a terminar de mejor forma el vestido nos hace mejores en ese sentido de ‘vamos terminando nuestra forma de ser’, haciéndonos más ‘cristiformes’, pareciéndonos más a Jesús.
Y esto es precioso, porque no es que vamos pasando en la vida por una serie de obstáculos o por cada una de las cosas, y que simplemente tenemos que intentar superarlas para llegar hasta donde está Jesucristo…
Al contrario, cada cosa que pasamos nos hace parecernos más a Él, nos lo llevamos puesto, es parte de nuestro tejido. Y por eso, ser misericordiosos es fundamental, nos hace parecernos a Jesucristo, que sobre todo es misericordioso.
A veces esa misericordia está en grandes gestos, como el que perdona a alguien que que le ha hecho personalmente daño… Pero también está en gestos pequeñísimos que a veces no somos tan conscientes, pero que siempre conllevan una alegría a los demás, una misericordia que tenemos con alguien más, pensando en su bien.
SIN PREJUICIOS
Cuentan de un presidiario de Darlington en Inglaterra, que acababa de ser puesto en libertad y se cruzó con el alcalde Joan Morel en la calle.
El hombre había pasado tres largos años en la cárcel por malversación de fondos, y estaba sumamente susceptible por el ostracismo social que esperaba recibir de parte de la gente de su pueblo.
— ¿Qué tal? Lo saludó alegremente el alcalde. —¡Qué gusto verlo! ¿Cómo le va? El hombre parecía sentirse incómodo y la conversación terminó abruptamente.
Pero años más tarde, por lo visto, el alcalde Morel y este ex presidiario volvieron a encontrarse por casualidad en otro pueblo, y el ex presidiario le dijo: — Quiero agradecerle lo que hizo por mí cuando salí de la cárcel. —¿Y qué fue lo que hice?, preguntó el alcalde. —Fue muy amable conmigo y eso transformó mi vida.
Y a veces nuestra misericordia será eso, ser amable y tener compasión de las personas, mostrando nuestra delicadeza en el trato en lugar de girar la cara, atender a esas personas que tal vez esperan ostracismo, (que quiere decir como dejar aparte, hacerle aparte de todas las cosas), mostrarnos delicados, mostrarnos afables, mostrarnos amables con los que no lo merecen…
SEÑOR, AYÚDANOS
Señor, ayúdanos a ser misericordiosos, queremos ganarnos el Cielo. Enséñanos y danos esas pautas para ser misericordiosos con todos, con los que lo merecen y sobre todo, con los que no lo merecen, porque nosotros tampoco nos merecemos tantos regalos Tuyos.
Ponemos estas intenciones en manos de nuestra Madre, la Virgen. Esa sí que es misericordiosa y Ella nos ayudará a ser cada vez más delicados en el trato con los demás, tener más misericordia de todos los que están a nuestro alrededor.