“La paz les dejo, mi paz les doy; no se las doy como la da el mundo. No se turbe su corazón ni se acobarde. Han escuchado que les he dicho: «Me voy y vuelvo a ustedes»”
(Jn 14, 27-28).
Te escucho decir esto Señor, la paz. Todos queremos tener paz. “Dame esa paz Señor”. Me la dejas como una herencia. Nuestra alma es la mar en calma, como cuando parece un espejo en el que se refleja el azul del cielo.
Es Dios quien se refleja en la dulce calma de un alma en gracia. Y en ella hay paz…
La paz les dejo, mi paz les doy. Las aguas están en calma hasta que se levantan los vientos de las tentaciones (por fuera) y las corrientes de las pasiones (por dentro). Se desencadena la borrasca, negra y violenta. La mar revuelta, todo se complica. Hay un continuo movimiento en el que pareciera que el agua lucha contra el agua misma. Olas, espuma. Allí no se refleja nada del cielo.
“Rencillas, agobios, incertidumbres, temores…, son el fruto amargo de perder el sentido de la vida. Desde que te conocí [Jesús,] me has quitado todo esto y me has regalado con tu Paz. Tú me ofreces: paz, alegría, equilibrio, esperanza. Nada debe robarme esta felicidad interior.
Solo el pecado, como un ladrón, intentará sustraer de mi vida tu presencia amorosa. Pero, Señor, me has dado el remedio para recuperarla: «Me voy y vuelvo a ustedes». Volver a Ti en el Sacramento de la Confesión, de la Alegría”
(Acercarse a Jesús 3, Josep María Torras).
RECUPERAR LA PAZ
Necesitamos a Jesús: que diga “¡calla, enmudece!” Como dijo aquella vez al mar de Galilea, que obedientemente se calmó…
Una joven rusa que había sido bautizada de pequeña, pero que había abandonado su fe, cuenta cómo recuperó la paz a los veintiséis años:
“Lo único que yo sabía era la necesidad de acercarse a la confesión y a la comunión. Yo sabía que tanto la confesión como la eucaristía son grandes sacramentos, que nos reconcilian con Dios y hasta nos unen a Él: nos unen realmente a Él de una forma plena tanto física como espiritual y anímicamente.
Sabía que el sacerdote me haría personalmente algunas preguntas y me ayudaría en la confesión. Cuando la víspera, estaba leyendo mi pequeño devocionario para prepararme a la confesión, descubrí que había quebrantado todos los preceptos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Ahora, después de mi conversión, me perseguían y atormentaban y presionaban sobre mi alma como una pesada losa. Llegó el momento de la confesión. Me adelanté y besé el Evangelio y la Cruz. Experimentando en mi interior sentimientos de congoja y de terror, tuve naturalmente miedo de decir que era la primera vez que me confesaba.
Y fue el sacerdote el que empezó por preguntar: ¿Desde cuándo no vas a la Iglesia? ¿Qué días festivos has dejado de guardar intencionadamente? —Todos —le contesté. Entonces comprendió el sacerdote que se trataba de una recién convertida.
UN GRAN CONSUELO
Empezó por preguntarme sobre los pecados más horrorosos y “más gordos” de mi vida y yo tuve que contarle mi biografía completa: una vida asentada en el orgullo y en el ansia de notoriedad, una vida montada en un desprecio profundo al hombre.
Le hablé de mi afición a la bebida y de mi desbocada vida sexual, de mis desgraciados matrimonios, de los abortos y de mi incapacidad de amar a nadie. (…)
Hablé durante largo tiempo, aunque con esfuerzo. La vergüenza impidió que las lágrimas me ahogasen. Y, al final, afluyeron a mis labios, casi de un modo espontáneo, estas palabras: Quiero expiar por todos mis pecados, para purificarme de los mismos, al menos en alguna medida. ¡Por favor, déme la absolución sacramental!”
Y él (el sacerdote) le dio la absolución y le impuso una penitencia, como es lógico y ella comentaba:
“Aquella absolución fue para mí un gran consuelo a lo largo de los años siguientes: Nuestros pecados —y digo “nuestros” porque la vida de mis amigos convertidos apenas se diferenciaba de la mía— se nos aparecían como algo en cierto modo inaudito; por ello nos resultaba tan difícil creer que pudieran desaparecer mediante algo tan sencillo como la imposición de manos de un sacerdote»”
(Tatiana Góricheva, Hablar de Dios resulta peligroso).
CON OJOS NUEVOS
No se lo podían creer… Pero en la absolución estaba el consuelo. ¡Qué paz! Las aguas se habían calmado… «Me voy y vuelvo a ustedes»
Jesús, Príncipe de la Paz, calma las tormentas de los egoísmos, la soberbia, la sensualidad, la ambición y la envidia.
La mar en calma refleja como en un espejo el azul del cielo. El alma limpia y en calma refleja a Dios, porque somos imagen de Dios. El alma, con la gracia, vuelve a ser la imagen viva de Dios…
“¡Señor, que no me acostumbre a la gracia de la confesión!”
Otro testimonio, esta vez de la joven princesa italiana: Alessandra Borghese. Lo relata ella misma en ese libro autobiográfico llamado “Con ojos nuevos”:
Iba dando pasos en su conversión, hasta que
“resultó natural en ese momento llegar a una dolorosa pero honda y liberadora confesión. Constituyó una auténtica revisión de mi vida.
Recuerdo que me presenté (…) con una agenda en la mano, donde había anotado todas las cosas que pesaban en mi corazón. Me había preparado con la máxima seriedad de la que fui capaz. Temblaba. Hacía muchos años que no me confesaba, desde la época del bachillerato en el colegio de las monjas.
JESÚS SIEMPRE ESTÁ PARA MÍ
Estaba dispuesta a hacerlo porque notaba un apremiante afán de liberación: quería purificar mi alma y mi corazón. Sentía el deber de poner punto final a la vida que había llevado hasta entonces, para poder iniciar otra nueva y distinta.
Desde tiempo antes advertía una gran necesidad de ayuda, pero no sabía a quién pedirla. Decidí fiarme de Dios y probar. Me esforcé por ser humilde, pero no negaré que, en algunos momentos, pasé mucha vergüenza. (…) Abrí mi alma por completo al sacerdote. Él me aseguró —y yo así lo sentí— que Dios se hallaba allí con nosotros, que me escuchaba y me perdonaba.
Este aspecto era muy importante para mí: sabía que no estaba ante un psicólogo o un psicoanalista. Tenía conciencia de ser una pecadora y anhelaba el perdón con todas mis fuerzas.” (…) “Descubrí, con una alegría que ni de lejos consigo describir, que Dios estaba allí para mí, para acogerme y ofrecerme su ayuda. Experimenté un enorme consuelo, sentí que renacía”
(Con ojos nuevos, Alessandra Borghese).
“La paz les dejo, mi paz les doy; no se las doy como la da el mundo”.
No se trata de un psicólogo o un psicoanalista. Que no tiene nada de malo, si se necesita ayuda profesional para algunas de las tormentas que nos sacuden interiormente, está bien pero esto es distinto: Dios está allí para mí, para acogerme y ofrecerme su ayuda. Es un gran consuelo, se renace. Dios no puede faltar.
Hoy le pedimos a santa María, reina de la paz. Te pedimos Madre nuestra, por la paz en todos los corazones. Por esos que sufren tribulaciones especiales o tienen muchas inquietudes, zozobras, te pedimos la paz.
Te pedimos la paz para nosotros y que nos empujes porque también necesitamos que nos animen a pasar por la confesión, ahí hay paz.