¡Hay una buena y una mala noticia! Empecemos con la mala: hoy se nos acaba el tiempo de Pascua.
Pero hay una muy buena… y es que hoy celebramos en la Iglesia: Pentecostés, la llegada del Espíritu Santo.
“Hoy se cumple una promesa que hiciste Tú Jesús”. Lo leemos en el Evangelio de san Juan:
“Les he hablado de todo esto estando con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, Él les enseñará todo y les recordará todas las cosas que les he dicho”
(Jn 14, 25-26).
“Gracias Jesús porque cumpliste tu promesa y, para eso, tuviste que morir en la Cruz, resucitar y ascender en Cuerpo y Alma a los Cielos”.
Quiero en este rato de oración (a ver si me da tiempo), dividirlo en tres partes.
- ¿Qué significa Pentecostés y por qué se celebra la fiesta a los cincuenta días de la Resurrección?
- ¿Qué supuso para los apóstoles recibir el Espíritu Santo y en qué se nota y en qué se notó?
- Si nos da tiempo, con la imagen del agua entender ¿cómo podemos aprovechar mejor la gracia del Espíritu Santo?
“Jesús, vamos a la primera parte”: Pentecostés viene de una palabra griega que significa cincuenta y se llamaba así porque la fiesta se celebraba cincuenta días después de la Pascua judía; de la liberación, de la esclavitud.
Eso caía al comienzo de la cosecha de trigo, pero cincuenta días después de Pascua, fue también cuando los israelitas llegaron al Monte Sinaí y recibieron la Ley de la alianza: los 10 mandamientos.
Yahvé se apareció en una tormenta terrible, tinieblas, truenos, relámpagos, fuego, humo, nubes… así que la Pentecostés primera fue el gran memorial de la entrega de la Ley en el Sinaí.
UNA ALIANZA
Esto es muy importante saberlo, mirando hacia atrás. Esto es clave. ¿Por qué? Porque Pentecostés es una alianza. La Pentecostés del Sinaí, una alianza.
Dios entrega algo muy importante y decisivo a los hombres y a su pueblo. Ahora, la venida del Espíritu Santo -Pentecostés- entonces Jesús también es un nuevo Sinaí, porque ahí también hubo un viento impetuoso y unas lenguas de fuego se posaron sobre los apóstoles y sobre los demás que estaban ahí.
Hay una -si podemos decirlo- tormenta pacífica del Espíritu Santo. En el Sinaí, Dios dio una Ley escrita en tablas de piedra.
“En Pentecostés también das una ley escrita, pero en el corazón humano”. “El Espíritu Santo llenará los corazones de los fieles”, lo leeremos hoy también en la Liturgia.
Por eso, ¿qué da el Padre y el Hijo en esta alianza? Su espíritu, el Espíritu Santo y con este espíritu quiere cambiar algo que es fundamental en el hombre… ¿qué será?
Ya lo habían anunciado los profetas, es impresionante también cuando miramos el Antiguo Testamento y vemos pasajes de los profetas que tienen relación directa con las promesas que hace Jesús y con las promesas que va cumpliendo Jesús.
Mira, dos pasajes: uno de Jeremías y otro de Ezequiel. Primero el de Jeremías:
“Pondré mi ley en su pecho y la escribiré en su corazón”
(Jr 31, 33)
había profetizado Jeremías. Y luego Ezequiel había dicho algo parecido:
“Os daré un corazón nuevo y pondré en vuestro interior un espíritu nuevo. Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne”
(Ez 36, 26).
Pues eso es lo que quiere el Padre y el Hijo al darnos el Espíritu Santo: llegar a nuestras almas, a nuestros corazones y cambiarlas. Recibiremos la fuerza del Espíritu Santo. Eso dijo Jesús a sus discípulos:
“Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos”
(Hch 1, 8).
¿Cómo seremos testigos de Jesús si tenemos en nuestra alma y en nuestro corazón el Espíritu Santo que nos cambia y que nos va cambiando todo el tiempo?
No es una cuestión de una fiesta anual, el Espíritu Santo está en nuestros corazones y los va cambiando, los va transformando.
EL AMOR
¿Cuál es esa fuerza que transforma? El amor, la llama de amor que pasa entre el Padre y el Hijo en la Trinidad.
Los apóstoles quedaron llenos del Espíritu Santo… ¡Mama mía! Llenos del amor de Dios… ¡Qué experiencia sobrecogedora tuvieron los apóstoles de ser amados por Dios! De experimentar todo ese amor en su alma y en su corazón, que los trasformaba.
Cuando una persona está enamorada, en ella se lleva a cabo un cambio profundo y es fruto del amor. Cuando un joven se enamora, se le nota, hay algo nuevo.
Hace unas semanas que estuve en Guayaquil, me llamó la atención porque un amigo que me invitó a almorzar me dijo: “están invitados al almuerzo: mi hijo y mi hija. Mi hijo viene con una enamorada y mi hija viene con su enamorado”.
Y yo le dije: ¿el novio? No, es el enamorado… bueno, el enamorado.
Si esto funciona en algo tan pobre como es el amor humano que transforma, ¿cómo será cuando un corazón humano está lleno del amor de Dios?
“Señor, esto es lo que necesitamos; esto es lo que necesita la gente; esto es lo que necesita la Iglesia: que estemos enamorados, que nos vean amados por Ti y que te amamos con locura, que queremos corresponder a ese amor. Eso hacían los santos”.
Me decía un amigo después de escuchar el testimonio de una persona que se convirtió -de un converso: ojalá todos pudiéramos sentir a Dios tan cerca como él. Y al final añadía: y como ustedes también los sacerdotes.
“Jesús, lléname de tu amor. Yo deseo ese amor, quiero que ese amor me cambie”. O ¿será que me da miedo que de pronto ese amor me cambie? ¿Tengo miedo a recibir ese amor para quién sabe? ¿A dónde me lanzará ese amor?”
Vamos a meditarlo cada uno por nuestra cuenta.
SAN CIRILO DE JERUSALÉN
Queda casi un minutico, pero vamos a la imagen del agua, que me la encontré esta semana rezando el breviario. Bellísima, es de san Cirilo de Jerusalén en una catequesis. Lo voy a leer literal:
“El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (es una imagen que utilizaba Jesús). “Una nueva clase de agua que corre y salta; pero que salta en los que son dignos de ella.
¿Por qué motivo se sirvió del término agua para denominar la gracia del Espíritu? Pues, porque el agua lo sostiene todo; porque es imprescindible para la hierba y los animales; porque el agua de la lluvia desciende del cielo y, además, porque desciende siempre de la misma forma y, sin embargo, produce efectos diferentes: Unos en las palmeras, otros en las vides, todo en todas las cosas.
De por sí, el agua no tiene más que un único modo de ser; por eso, la lluvia no transforma su naturaleza propia para descender en modos distintos, sino que se acomoda a las experiencias de los seres que las reciben y da a cada cosa lo que le corresponde”
(Ex Catechésibus sancti Cyrilli Hierosolymitáni epíscopi [Cat. 16, De Spiritu Sancto 1, 11-12. 16: PG 33, 931-935. 939-942]).
Esto es bonito y es bueno saberlo: el Espíritu Santo viene sobre toda la Iglesia, sobre todo a los cristianos. Pero de nosotros depende cómo lo recibimos, cuáles son nuestras disposiciones, si somos dignos de recibir el Espíritu Santo. Si nos hemos preparado para recibirlo.
Le pedimos al Espíritu Santo que nos dé riegue; esa es la jaculatoria de hoy:
“Riégame con el agua de tu Espíritu Santo”.
Antes quizá, hacíamos referencia más al fuego, al viento, a la luz. “Pero ahora Jesús, me atrevo a llamar a tu Espíritu: agua, agua viva que salta hasta la vida eterna”.