«Al orar no empleen muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados.
Así pues, no sean como ellos, porque bien sabe su Padre de qué tienen necesidad antes de que se lo pidan.
Ustedes, en cambio, oren así: —Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal».
PADRE NUESTRO
Aunque para ti y para mí esto nos resulta tan conocido, como hasta de memoria nos sabemos el Padrenuestro, tal vez no nos sorprende.
Pero a aquellos hombres las palabras golpearon en lo profundo. Jesús hablaba de su Padre y la oración que les enseña comienza con “Padre nuestro…”
Dios era Dios, pero tratarle con la familiaridad con la que un hijo trata a su padre era rompedor, novedoso, impactante.
Dios Padre siempre ha sido Padre. Es más, toda paternidad viene de Él. La paternidad en la tierra es sólo un débil reflejo de la suya, de la de Dios.
Alguna vez los hombres nos habíamos asomado a ese abismo de ternura. Pero rápido se olvidaba, cayendo en enfoques de un Dios justiciero…
Estamos en Cuaresma. Un buen momento (época, tiempo litúrgico) para corregir el rumbo o la visión distorsionada que podemos tener de esta realidad. Porque todos nos despistamos. O caemos en conformismos, bajamos el listón, perdemos el enfoque.
Y ya no nos acordamos de que somos hijos de Dios, porque hacemos lo que hacemos sin pensar, o nos ofuscamos con una visión demasiado humana, chata, de dos dimensiones…
HIMNO DE LA PERLA
Y en el apócrifo que se llama “Hechos de Tomás” hay un cuento que parece ser para niños, pero se dirige a cristianos adultos: es el «himno de la perla».
«El texto habla de un joven al que su padre —un anciano rey del lejano Oriente— envía a Egipto para que recupere una perla preciosa, que está bajo el dominio de una serpiente maligna.
El joven sale con mucho ánimo para el largo viaje, provisto de todas las credenciales de su padre.
Yo pensaba que este joven somos nosotros cuando por primera vez tomamos conciencia de nuestra filiación.
El mundo es de Dios y lo da en herencia a sus hijos. O sea, a ti y a mí. En cuanto lo sabemos nos embarga una sensación de seguridad, de audacia, un orgullo santo.
Pero (y aquí empiezan los “peros”) y así continúa la narración. Una vez en un país extraño, se enreda en numerosos compromisos mundanos, y se deja engañar: come de los manjares egipcios y cae en un profundo letargo, olvidando por completo quién es y para qué ha venido.
SER HIJO DEL REY
Tú y yo nos enredamos en las mil cosas de la vida, nos dejamos seducir por esos comportamientos que desdicen de nuestro ser hijos de Dios.
Vamos pactando a la baja, condescendiendo con algo pequeño, quitándole importancia, y luego se suma algo más y algo más.
Hasta que, como dice el dicho “si no se vive como se piensa, se acaba pensando como se vive”.
El padre, preocupado por su tardanza, le manda una carta que vuela en figura de águila. Cuando llega junto al joven, la carta se transforma toda ella en voz que grita: «¡Levántate y despierta de tu sueño! ¡Recuerda que eres hijo de un rey! ¡Acuérdate de la perla!
Esta es nuestra suerte. Dios no se olvida de sus hijos, nunca deja de ser Padre; y como Padre nos busca.
El joven se levanta; reconoce que lo que dice la voz coincide con lo que él mismo siente en su corazón y, por fin, se despierta.
Corre para luchar con la serpiente, invocando sobre ella el nombre de su padre; recupera la perla preciosa y emprende el viaje de regreso” .
No te olvides de quién eres hijo, ¡recupera la perla! ¡Tienes un tesoro! O como dice el mismo Jesús:
«No den las cosas santas a los perros, ni echen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y revolviéndose los despedacen»
(Mt 7,6).
ABBÁ PADRE
“Cuando vino Jesús a nuestro mundo, hecho hombre en el seno de su madre Santa María, las cosas cambiaron radicalmente.
San Pablo lo dice de un modo inmejorable en su carta a los gálatas. Escucha:
«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer… a fin de que recibiéramos la adopción de hijos.
Y, puesto que son hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abbá, Padre!”. De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios».
Dios envió a su Hijo Jesucristo, nacido de María, para que recibiéramos la adopción de hijos. Es decir: no vino para hacernos justos, sino algo infinitamente más grande: ¡hijos adoptivos de Dios!
No es lo mismo ser siervo (o un empleado) de un rey que ser hijo suyo. Piénsalo y verás la diferencia.
Al siervo se le pide que sea leal y obediente. Y si lo hace, se le paga con la manutención o con dinero, pero no se le da ninguna recompensa. ¿Por qué habría que premiarlo? ¿Acaso no es un siervo? ¿Y no están los siervos para servir? Pues ya está. Que sirva bien, para que su amo esté satisfecho, y basta.
La situación del hijo es radicalmente distinta. El palacio es su casa, ya que es la casa de su padre. Tiene plena libertad para recorrerlo como tú y yo nos movemos en nuestras casas.
UN TRATO FRATERNO
No necesita guardar ningún protocolo de trato con el rey, no tiene que pasar por al arco detector de metales, ni ser chequeado al entrar. Ninguno de los guardas que vigilan la entrada le pregunta quién es y qué quiere.
En cuanto lo ve llegar sale corriendo y abre el portón para que pase el vehículo en el que viaja. El hijo recibe todo el cariño y amor incondicional de un padre, que solo desea lo mejor para él.
Es más, cuando alcanza cierta edad, ese hijo colabora con su padre en asuntos íntimos de la mayor importancia.
Es decir, hace todo lo que su padre le pide sin necesidad de que le pague un sueldo. Lo hace por amor a su padre, a su familia.
Ser hijo de alguien tan poderoso y bueno (Dios es bondad infinita), es lo mejor que te puede pasar. No tiene comparación con nada.
No necesitas usar expresiones formales para dirigirse al rey, ni pedirle audiencia, ni plantearte si te escuchará o no. Puedes dirigirte a él diciendo simplemente “papá”.
Los siervos obedecen por miedo al castigo; los empleados, porque quieren mantener su puesto de trabajo o por algún interés propio.
Los hijos, en cambio, obedecen por amor, porque aman a sus padres. Saben que todo lo que es del padre es también suyo; y que algún día podrán disponer de sus bienes como herederos legítimos.
EL NÚCLEO DE LA REDENCIÓN
Este es el núcleo de la redención de Jesús, así como de su revelación sobre la voluntad del Padre. ¿Qué otra cosa puede desear un padre como Dios, sino que sus hijos vivan eternamente CON ÉL, en su casa del Cielo?
Pero los hijos han de ser educados en el espíritu de familia, que en el caso de Dios es el Amor, el Espíritu Santo. Y el amor se manifiesta con obras.
Bueno, pues eso es lo que nosotros queremos hacer. Y esa es la maravilla del Padre Nuestro y a veces esa es la tristeza de la que nos olvidamos. De esa grandeza que cae en el olvido.
Hagamos el propósito de sabernos hijos de Dios, de comportarnos como tal y de redescubrirlo.
Y como no hay un hogar que esté completo si no hay una madre, Dios eligió a María para que lo fuera: suya y nuestra. ¡Asombroso!