DIOS NO SE DEJA GANAR EN GENEROSIDAD
Hoy celebramos la memoria de una de mis santas favoritas. Tanto es así, que cuando estudiaba en Roma, en la Universidad de la Santa Cruz, iba a visitarle con muchísima frecuencia, porque su enterramiento, su tumba, está pegado a la universidad, en la Iglesia de San Agustín.
Estoy hablando de santa Mónica, esa madre que supo estar al lado de su hijo hasta su conversión, que no desfalleció sino hasta ver a su hijo convertido. ¡Y de qué forma se convirtió! Se convirtió en san Agustín, uno de mis santos también favoritos.
La memoria de santa Mónica que celebramos hoy día, nos tiene que traer a la memoria que el Señor no se deja ganar en generosidad. Y cuando rezamos con toda el alma, con lágrimas, el Señor escucha esa oración.
Tiene que ser una oración, yo diría, no tanto como sentida, sino como abandonada, sabiendo que uno no puede hacer nada, y es el Señor quien puede hacerlo todo, tomando en cuenta esas oraciones. La oración nunca se pierde.
Pienso ahora en cantidad de papás y de abuelos que a veces tienen que enfrentar situaciones durísimas, como de chicos que, de repente tienen una depresión profunda, o han intentado suicidarse, o tienen atracción al mismo sexo, o viven en una situación desordenada que trae esas dificultades… y a uno le gustaría que fueran las cosas distintas, pero no lo son. Y en eso, Mónica nos da un ejemplo fabuloso.
PARA PELEAR SE NECESITAN DOS
Sabemos que Mónica nació en Tagaste, África del Norte, a unos cien kilómetros de la ciudad de Cartago en el año 332. Y ella deseaba dedicarse a la vida de oración y de soledad, pero sus padres dispusieron que tenía que casarse con un hombre llamado Patricio.
Era un buen trabajador Patricio, pero terriblemente de mal genio. Y además parece que mujeriego, jugador, sin religión y que no tenía gusto por lo espiritual; y eso hará sufrir mucho a Mónica.
Por treinta años ella tendrá que aguantar los tremendos estallidos de ira de su marido, que grita por el menor disgusto. Pero jamás se animó Patricio a levantar la mano contra contra Mónica, por la paciencia que le tenía y porque nunca se disponía a luchar, a pelear.
Ella decía que para pelear se necesitan dos personas, y ella jamás se prestaba para pelear.
Se sabe que tuvo tres hijos, dos varones y una mujer. Los dos menores fueron su alegría y su consuelo, pero el mayor, Agustín, la hizo sufrir por docenas de años.
En aquella región del norte de África, donde la gente era sumamente agresiva, las demás esposas le preguntaban a Mónica, porqué su esposo, que era uno de los peores de genio de toda la ciudad, no la golpeaba nunca. En cambio los esposos de ellas sí las golpeaban sin compasión.
Y ella les dijo que:
«Cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para pelear, se necesitan dos y no acepto la pelea, pues… no peleamos».
ORACIONES Y SACRIFICIOS
Esta fórmula se ha hecho célebre en el mundo, y yo creo que ha servido a millones de mujeres para mantener la paz en sus casas.
Patricio, sabemos que no era católico, y aunque criticaba mucho el rezar de su esposa y su generosidad tan grande con los pobres, nunca se oponía a que ella se dedicara a estas buenas obras, y capaz que justamente por eso, logró su conversión.
Mónica rezaba y ofrecía sacrificios por su esposo, y al final de su vida consiguió la gracia de su conversión. Se dice que en el año 371, Patricio se hizo bautizar y lo mismo la suegra, una mujer que parece que también era terriblemente colérica y estaba siempre en el hogar de su nuera, y le habría amargado mucho a la pobre Mónica. Sin embargo, ella luchaba por mantener un talante sereno.
Cuando murió su padre, Agustín apenas tenía diecisiete años, y empezaron a llegarle a Mónica esas noticias cada vez más terribles, de que el joven llevaba una vida nada sana.
Fue en una enfermedad y ante el temor de la muerte, se había hecho instruir acerca de la religión y, por supuesto, hacerse católico. Pero una vez que Agustín se sanó de esa enfermedad, había abandonado el propósito. Y claro, le tenía en ascuas, por así decir, a su madre.
Finalmente se había hecho Agustín, socio de una secta que se llamaba “Los Maniqueos”, que afirmaban que el mundo no lo había hecho Dios, sino el diablo. Y Mónica era impresionantemente bondadosa, pero nunca cobarde ni floja.
Al volver su hijo de vacaciones y empezar a oírle esas mil barbaridades en contra la religión católica, lo echó de la casa y le cerró las puertas, porque bajo su techo no quería albergar enemigos de Dios, así se lo dijo.
ES IMPOSIBLE QUE SE PIERDA UN HIJO DE TANTAS LÁGRIMAS
Pero sucedió que en esos días, Mónica -cuenta la historia- tuvo un sueño en el que vió que ella estaba en un bosque llorando la pérdida espiritual de su hijo, y en ese momento, se le acercaba un personaje muy resplandeciente y le decía:
«—Tu hijo volverá contigo».
Y en seguida vió a Agustín junto a ella. Y le narró Mónica al muchacho el sueño, y él lleno de orgullo, le dijo que era maniqueísta y que no podía creer todas estas cosas.
Pero Mónica le dijo: «—En el sueño no me dijeron mamá irá donde su hijo, sino tu hijo volverá contigo».
Y esta hábil respuesta impresionó a su hijo, que más tarde la consideraba como una inspiración del Cielo. Eso sucedió en el año 437, porque sabemos todas estas cosas, porque san Agustín las dejó escritas.
Por muchos siglos ha sido comentada la bella respuesta que un obispo le dio a Mónica, cuando ella le contó que llevaba años y años rezando y ofreciendo sacrificios, y haciendo rezar a sacerdotes y amigos. Y todo por la conversión de Agustín.
Recordemos que los otros dos hijos estaban bien, pero la conversión de Agustín, que era el que faltaba. Y este obispo le respondió:
«—Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas».
Y esta admirable respuesta y lo que había oído en el sueño, le llenaron de consuelo y esperanza, a pesar de que Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento.
Sucedió que en el año 387, Agustín, al leer unas frases de san Pablo, sintió una impresión extraordinaria en el corazón y se propuso cambiar de vida. Envió lejos a la mujer con la cual vivía, que no era su esposa. Dejó sus vicios, las malas costumbres y se hizo instruir en la religión. Y en una fiesta de Pascua de Resurrección de ese año, se hizo bautizar.
UN CONSUELO PARA MUCHAS MADRES
¿Y qué es lo que dijo Mónica? ¡Pues ya me puedo morir tranquila!
Así, Agustín, ya convertido, se dispuso a volver con su madre y su hermano a su tierra en África. Se fueron al puerto más cercano de Roma, que se llama Ostia Antica (antes se llamaba solo Ostia), a esperar el barco.
Pero cuando Mónica ya había conseguido todo lo que anhelaba en esa vida, que era la conversión de su hijo, pensó que ya podía morir tranquila y se lo comentó a su hijo y de hecho, en ese mismo puerto empezó a enfermarse.
Esperaron unas semanas ahí y terminó muriendo alrededor de sus hijos. Y lo único que les pidió, es que no dejaran de rezar por el descanso de su alma. Mónica murió en el año 387, a los cincuenta y cinco años de edad.
Creo que miles de madres y de esposas se han encomendado en todos estos siglos a santa Mónica, para que les ayude a convertir a su esposo o a sus hijos, y han conseguido realmente cosas admirables.
Yo puedo dar testimonio de que en Roma, cuando iba a rezar ante su cuerpo, veía muchas veces a señoras rezando con mucha devoción delante del altar donde debajo está su cuerpo.
Santa Mónica, hoy acudimos para que seas consuelo de tantas madres que la están pasando mal ahora mismo, y que necesitan ese consuelo divino, también de saber que si son perseverantes en su oración, alcanzarán que los hijos y los esposos de tantas lágrimas, sean al final, personas que vuelvan al corazón del Padre, de nuestro Padre Dios.
Ponemos todas estas intenciones en manos de nuestra Madre, la Virgen y de santa Mónica.