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SEAMOS COMO EL BUEN INCIENSO

SEAMOS COMO EL BUEN INCIENSO

INCIENSO, SÍMBOLO DE NUESTRA ORACIÓN

No sé si te habrás fijado alguna vez, pero el incienso que utilizamos en la Liturgia de la Iglesia, al menos aquí en Venezuela, viene en forma granulada, en forma de granos..

Y en el empaque en el que viene ya tiene muy buen olor, pero no es tan fuerte como el olor del incienso cuando se quema en el turíbulo (ese es el nombre técnico, así se llama el artefacto que usamos para colocar y quemar el incienso).

Lo usamos para dirigir su aroma hacia el Santísimo Sacramento, hacia una imagen, e incluso hacia las personas que asisten a una ceremonia litúrgica.

Pero obviamente no se compra el incienso para dejarlo en el empaque, sino que para que el incienso huela mucho más, tiene que quemarse.

Y esto es tan obvio, que la liturgia aprovecha esta propiedad, porque tradicionalmente el incienso es símbolo de nuestra oración.

De hecho, está previsto que mientras el sacerdote usa el turíbulo con el incienso, vaya recitando el Salmo 140:

«Dirigatur oratio mea sicut incensum ni conspectu tuo».

«Llegue mi plegaria a tu presencia como incienso». 

Ese es el deseo de que nuestra oración se eleve hasta Dios y la reciba con un olor agradable, como el incienso.

El incienso granulado tiene un color amarillento, que hace que se parezca muchísimo a la arena del mar, al menos a la arena del Mar Caribe.

Y el incienso, antes de quemarse, podría perfectamente pasar por arena, pero se distingue por el olor. Y si se llega a mezclar con arena, es muy difícil distinguirlo, a menos que se aplique calor a la mezcla, y salga el humo característico del incienso.

LA PARÁBOLA DE LOS DOS INCIENSOS

¿Y por qué te cuento todo esto? Porque el evangelista recoge en el día de hoy, una de esas parábolas de Jesús que a mi me hacen recordar el incienso. Y ya que ésta va dirigida a “algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos, y por eso despreciaban a los demás”.

Por eso, ésta es una opinión personalísima, no es magisterio de la Iglesia ni nada, pero yo llamaría a esta parábola “La Parábola de los dos inciensos”.

Dos hombres suben al Templo, pero no con la misma actitud. Uno de ellos era fariseo y estaba enamorado de lo bien que hacía las cosas.

Y era verdad, había muchas cosas que hacía bien: él daba limosna, pagaba el diezmo, dedicaba tiempo a Dios en la oración como vemos en la parábola.

Pero estaba tan pendiente de la propia grandeza, que no se daba cuenta de la grandeza que tenía delante.

El Papa Benedicto XVI en una homilía, al finalizar una reunión de trabajo decía:

“Como el fariseo, también nosotros podríamos tener la tentación de recordar a Dios nuestros méritos, tal vez pensando en el trabajo de estos días. Pero, para subir al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre.

(Benedicto XVI, homilía 2010).

SER INCIENSO O ARENA DE MAR

Y aunque con otras palabras, ésta es la misma oración también del publicano de la parábola. Él se da cuenta de su pequeñez, su mismo pecado le ha hecho darse cuenta de eso. Está consciente de que se hunde y sale a agarrarse con desesperación del único capaz de sacarlo a flote, que es Dios.

Hay algo de su desesperación que se trasluce, que se refleja en su grito:

«Se golpeaba en el pecho diciendo: ¡Oh, Dios, ten compasión de este pecador!»

Y como te decía, en esta parábola hay dos tipos de incienso, parece a mi. Uno el que se conforma ya con su olor y apariencia, y el que decidió abandonarse en las manos de Dios para que hiciera mejor, del modo que quisiera.

Uno se dejó quemar y ahora es olor agradable a Dios; en cambio, el otro se conformó con el poco olor y con su apariencia dorada, pero terminó pareciéndose a la inerte arena del mar.

Los dos se acercaron a Dios para orar (cosa muy buena), pero en uno solo se produjo la conversión. Al otro le parecía que la conversión no era necesaria o tal vez no urgente.

¡Qué pena!, porque salió del templo igual a como entró. Perdió la oportunidad de oro. Tenía la Grandeza delante de sí y no se dio cuenta porque estaba demasiado pendiente de la propia grandeza.

Era dificilísimo que ese fariseo volviera a su casa justificado, porque estaba convencido de que a él, no le hacía falta ni la ayuda de Dios, ni tampoco era urgente hacer mucho más para cambiar las cosas en su vida.

SER MEDIOCRES

Por cierto, seguramente ya los sabes, pero Chesterton da una definición de mediocridad, que encaja perfectamente con este personaje de la parábola. El decía que ‘la mediocridad es tener delante de sí la grandeza y no darse cuenta’.

Y además, la palabra mediocre proviene del latín. Y en latín viene a significar “aquel que se queda a mitad de montaña”. Mediocre es el que se queda a mitad de montaña. Y yo creo que por esto es que también el fariseo es un mediocre, a pesar de ser en apariencia muchas cosas.

Y lo triste de esta historia es que, él no era mediocre en el trabajo, o en un deporte… Era mediocre en el amor de Dios. ¡Qué pena!

“Señor, ayúdanos a salir de nuestra mediocridad. Con tu ayuda, reconociendo nosotros que no somos nada delante de Ti, que no tenemos nada de qué gloriarnos sino de Tu misericordia en nosotros, podremos salir de la mediocridad en la propia santidad. De la mediocridad en el amor a Ti”.

Ese fariseo se estaba engañando pensando que lo que ya hacía, le había llevado a la cima de la montaña, y desde allí miraba al resto. Pero tontamente se quedó a mitad de camino.

El publicano, en cambio, inteligentemente pidió ayuda, y se dio cuenta de la grandeza de la montaña y de su propia pequeñez. Y por eso su súplica humilde fue escuchada.

Tú, Jesús, se los dices a los que escuchas:

«Os digo que aquel bajó a su casa justificado y aquél no».

UN EXÁMEN DE CONCIENCIA OPORTUNO

Y creo yo que, si el fariseo hubiera tenido a su disposición el sacramento de la confesión, capaz hubiese hecho algún exámen de conciencia, pero hubiese sido meramente superficial. Un examen suficiente como asegurarse de que él no tenía tanta urgencia de confesarse.

Que lo hacía porque es ‘lo que toca’, pero que él no tenía tantos pecados como los demás. O que los suyos, no eran nada del otro mundo… eran los pecados normalísimos, nada grave.

Su oración hubiese sido algo así como: Te doy gracias Dios, porque si me tengo que confesar, es de pecados normales: Alguna que otra mentirilla piadosa, algún pensamiento o comentario crítico contra los demás.

Aunque vamos a ser sinceros, razones tenía para pensar aquello… no se algo de pereza en algún momento…

Pero claro, con esa actitud mostraba que eso de la conversión no era con él. Que en cambio lo de juzgar a los demás, eso sí. Sobre todo para sentirse mejor que ellos…

ORACIÓN DE SAN AGUSTÍN

Permíteme que te lea una de las oraciones que salieron del gran corazón enamorado y humilde de san Agustín:

“Señor, Tú elevas al humano cuando lo llenas de ti; pero yo todavía no estoy lleno de ti y, por ello, soy un peso para mí. Placeres que debería llorar contrastan en mí con dolores que me debería alegrar, e ignoro de qué parte esté la victoria. Ay, Señor, ten piedad de mí. 

Tristezas pecaminosas combaten con alegrías santas, e ignoro en qué parte esté la victoria. Ay, Señor, ten piedad de mí. No oculto mis heridas: Tú eres el médico, yo soy el enfermo; Tú eres misericordioso, yo necesitado de misericordia”

(Las Confesiones. San Agustín).

Esta oración podría perfectamente ser la plegaria del publicano de la parábola y queremos Jesús, que también sea nuestra oración.

A Dios no le sirve nuestra humillación porque quiera vernos hundidos, sin autoestima. Lo que Dios quiere es que nos vaciemos de nosotros para poder llenarnos.

Lo que Dios quiere es que venzamos esa resistencia a confiar en que, en Sus manos, podemos llegar mucho más lejos, que nuestras solas fuerzas.

Él puede convertirse en algo mucho mejor. Él puede sanarnos, si empezamos por admitir que necesitamos curación.

Aunque no tenía necesidad, Dios mismo nos ha dado prueba de que es así.

Nos acercamos a esa semana del año en que comprobamos que es verdad que:

«Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo, pero si muere da mucho fruto»

(Jn 12,24).

Del mismo modo, cuando nosotros nos acerquemos a Semana Santa queremos acercarnos siendo incienso agradable a Dios.

Un incienso que se queme generosamente, para que toda nuestra existencia sea una oración elevada a Dios; incluso si tenemos que cambiar totalmente, como el incienso que se quema en el turíbulo.

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