Vamos a poner la mirada inmediatamente en Jesús. Podríamos, al comenzar estos audios, hablar de alguna anécdota, alguna experiencia y después llegar a Jesús, después llegar a su mensaje.
Pero yo creo que es más eficaz si vamos directamente a donde Jesús. Poner la mirada en Él.
“En aquel tiempo Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea”.
Estaban caminando… “Señor, ¿cuántas veces te hemos visto caminando?” ¿Qué hacía Jesús en esas caminatas? Hablar, formar y, en esta oportunidad, no quería que nadie se enterase porque iba instruyendo a sus discípulos.
El Señor aprovechó ese tramo de ese camino para formarlos, para hablar con uno, con otro… para estar a solas con sus discípulos. Eso es la oración. Estos ratos de oración. El Señor quiere estar con nosotros. Quería estar solo con sus discípulos.
Por eso dice el Evangelio:
“No quería que nadie se enterase”
(Mc 9, 30).
Llegaron a Cafarnaúm y, una vez en casa, les preguntó: “Me di cuenta de que ustedes estaban ahí hablando, murmurando, ¿de qué venían hablando?”
A mí me gusta esto Señor, de que Tú sabiendo de pronto de qué estaban discutiendo -porque tenías un oído muy fino- no es que te inmiscuyeras en las conversaciones, desde luego no, pero sí tenías un oído que escuchaba el susurro del viento, cómo le traía también algunas palabras.
Entonces, por eso Jesús se dio cuenta de que ellos estaban hablando algo, pero no les quisiste preguntar en el camino, los dejaste: que hablen, que comenten, no pasa nada, ya después les pregunto.
Y así fue. Cuando llegaron a Cafarnaúm, en casa les preguntó:
“¿De qué discutíais por el camino?”
Y los discípulos callan por vergüenza. Pero ¿qué hubiese pasado si esa respuesta hubiese sido sincera inmediatamente?
“Sí Señor, mira, estábamos discutiendo quién era el más importante, el más inteligente, el más guapo, el que tú más quieres, tu favorito. Estábamos hablando de eso”. Dice el Evangelio:
“Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante”
(Mc 9, 33-34).
Cuando en mi colegio algún estudiante decía, por ejemplo, algo que no queríamos que se supiese, le decíamos el sapo.
Yo no sé, en las diferentes regiones ciudades, cómo se le dice a la persona que zapea, que canta, que dice quién fue el que quebró el vidrio del salón o quién fue el que rayó el tablero o el que hizo alguna pilatuna, ¿quién fue?
El que termina diciendo, es el sapo. Pero en este caso yo creo que, Señor, que el discípulo que habló no lo dijo por ser sapo, sino porque quizás Tú lo miraste especialmente y le dijiste tranquilo, cuéntame, no pasa nada, no vas a quedar como el sapo. Tranquilo, cuéntame.
Entonces por eso cantó: sí Señor, veníamos hablando quién era el más importante. ¿Acaso esto no es normal? ¿Acaso esto no es muy humano? Así somos.
Jesús no se asombra. Qué se va a asombrar si la naturaleza humana es así: competitiva. Todo el tiempo nos estamos comparando. ¿Quién no quiere ser el mejor?
El otro día le hablaba, precisamente, a las niñas del colegio esto: ¿quién no quiere ser la más linda? ¿Quién no quiere ser la más inteligente, la mejor deportista? Pues todo el mundo, ¡todos!
Todos queremos ser los mejores y el Señor que sabe que la naturaleza humana nos lleva a ser los primeros dice: “Muy bien, ¿quieren ser los primeros? Les voy a enseñar el camino para que sean los primeros.
“Jesús se sentó, llamó a los doce y les dijo: ‘Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos’”
(Mc 9, 35).
Pues ahí está, queremos ser los primeros, seamos los últimos. Pero no los últimos y ya, ¡no! Los servidores de todos.
Para ser el primero debo ser el último y ¿cómo se es el último? Servir. Sirviendo. Pasándome la vida sirviendo.
CELEBRACIÓN COMUNITARIA
El otro día leía esto en este libro del que te he hablado alguna vez que me pareció muy adecuado y se adapta perfectamente a este ratico de oración:
“Dice Dante que es el amor lo que mueve el sol y las estrellas.
Bien lo pudimos comprobar durante el tiempo de pandemia: cuando todo se paralizó, cuando todos nos atrincheramos en defensa de la salud, emergió un ejército de cuidadores que mantuvo rodando el mundo: médicos, enfermeros, personal sanitario, dueños y empleados de supermercados, limpiadores, cocineros, personal farmacéutico, repartidores de paquetes, sacerdotes…
Y, por primera vez, la sociedad entera les dedicó un aplauso bien merecido. Su cuidar heroico, muchas veces tan oculto y menospreciado, se convirtió en celebración comunitaria
(Cuidarnos. Isabel Sánchez).
“Su cuidar se convirtió en celebración comunitaria”. Me pareció muy bonito. Es verdad Señor, el aplauso a los cuidadores, a quienes sirven, a quienes se pasan la vida sirviendo.
Una vez escuché un aplauso de estos, me llamó poderosamente la atención. El colegio en el que trabajo, cada año le dan un reconocimiento especial a los empleados que van cumpliendo quinquenio: cinco, diez, quince, veinte, veinticinco…
Yo estaba recién llegado al colegio y participé de esta celebración (no porque me fueran a dar algún premio, porque llevaba meses), pero me llamó la atención que muchas personas llevaban muchos años allí. Algunos llevaban más de veinte años.
En concreto, había uno que se llamaba don Pedrito que trabajaba en el mantenimiento del colegio y cuando salió, hubo un aplauso que no quería terminar. Las niñas gritaban, silbaban, se pararon… ¡era impresionante!
Un señor ya mayor, que podía llegar ya a los sesenta años, en un colegio de puras mujeres y ahí estaba don Pedrito. Además, que era, Señor, humanamente el último. Te lo digo, era el último porque se dedicaba a las tareas de mantenimiento.
Entonces, días después le dije: “oiga don Pedrito venga, cuénteme cuál es su secreto. Porque eso que yo vi me pareció súper bonito. ¡Cómo no querían callarse, cómo le aplaudieron, cómo le festejaron ese quinquenio!”
Me dijo: “Padre, yo no es que tenga algún secreto. Pues sí, mire, pues yo cuando una niña me pide algo, le hago el favor. Luego sonreír y, padre, no regañar”.
¡Me encantó! ¡Es un secretazo! Es un secreto para recibir esos aplausos: servir, estar prestos para servir cuando nos pidan un favor; sonreír y no regañar.
SIERVOS
Pues Señor, esos aplausos de los que habla Isabel Sánchez en ese libro de Cuidarnos, se dan en las empresas, se dan en las familias.
¿Cómo será ese aplauso cerrado cuando lleguen al Cielo estas personas, estos servidores, estos siervos?
La palabra siervos en la Escritura se reserva para personas muy puntuales. Son muy poquitos los que en el Evangelio llaman siervos, servidores.
Porque el servidor no es un asalariado, no es un contratado, no es un esclavo, ¡no! Es un amigo, es alguien importante para Jesús, es importante para Dios y por eso reciben ese nombre, ese apelativo en la Escritura: siervos, siervos.
Debemos ser siervos como Cristo, como Jesús. Tú Señor dijiste:
“No he venido a ser servido sino a servir”
(Mt 20, 28).
Y de Jesús lo más admirable no fue su apariencia física, sus vestidos o sus milagros; lo más admirable es el amor por el que se hizo Hombre y nos redimió. El amor que vino a mostrarnos aquí sirviendo; no viniendo a ser servido sino a servir.
Acudimos a la Virgen: Madre nuestra, Madre del Cielo.
Imagino a una madre de una familia numerosa cómo le va a extrañar que entre sus hijos se comparen y que discutan por quién quiere ser el primero y por quién quiera hacerse la ventana y por el control del mando del televisor.
Pues una mamá de una familia numerosa ve eso y ¿qué hace? ¿Se escandaliza? ¡No! Los va formando para que sean humildes, para que descubran la maravilla de ser servidores, de pensar en los demás.
Madre mía, ayúdame a pedir como lo hacía san Josemaría:
“Que yo sea el último en todo… y el primero en el Amor”
(San Josemaría, Camino 430).