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SIN MIEDO

sin miedo, libertad, mano, cielo

A mi, releer la historia antigua me parece sumamente interesante, porque hay tanto qué aprender de los aciertos y los errores de nuestros antepasados.
Por eso últimamente me dio por leer las historias que recoge Heródoto, que es el primer gran compilador de historia de la antigüedad.

TRES GRANDES FARAONES

Por ejemplo, cuando se refiere a la historia de Egipto, Heródoto habla de los tres grandes faraones.
Todos conocemos las tres grandes pirámides de Guizá en Egipto: la de Keops, Kefrén y Micerinos.
Este último (El faraón Micerinos) es el que tiene la pirámide más pequeña y es hijo de Keops, que es el de la pirámide más grande. (Esto no nos importa muchísimo)
Narra Heródoto que, en cierta ocasión, Micerinos recibió un oráculo que le advertía que sólo le quedaban seis años de vida.
Ante esta noticia, el faraón no se quedó de brazos cruzados: hizo fabricar una inmensa cantidad de lámparas, de modo que cuando llegaba la noche, las hacía encender todas, y se dedicaba a todo tipo de placeres.


La intención era exprimir al máximo el gozo en esta vida, sabiendo que tenía fecha de caducidad.
Además, la idea de las lámparas era convertir las noches en días, lo cual nos parece una tontería, pero el faraón lo pensó, lo creyó y lo hizo.
Y así para convertir las noches en día con esta cantidad inmensa de lámparas, pretendió alargar el tiempo que le había sido anunciado en el oráculo.
Él decía: bueno, ahora que las noches se convierten en día, resulta que no voy a vivir los seis años sino doce.

Claramente no funcionó. Ni el oráculo, ni la trampa de las lámparas funcionaron. El faraón se murió cuando se tenía que morir.
Y llegamos a la conclusión que me parece sumamente obvia, pero es que nadie puede alargar el tiempo que Dios quiera concederle sobre esta tierra ni, aunque sea un poderoso faraón de Egipto.

ESTAMOS EN LAS MANOS DE DIOS

Hay un libro del Antiguo Testamento que es el libro del Sirácida (o Eclesiástico) que recoge esta sabiduría popular:

“El número de los días del hombre, cuando mucho, son cien años; como una gota de agua en el mar, como un grano de arena, así son sus pocos años a la luz del día de la eternidad”

(Si 18,8).

Aferrarse a esta vida por temor a la eternidad no tiene sentido, como el intento absurdo del faraón.
Porque ¡Todo pasa! La muerte llegará cuando Dios tenga previsto, y bajo la mirada de la fe, no debería ser una tragedia para el cristiano.
Obviamente la separación física de los seres queridos, siempre es dolorosa, pero ahí puede entrar la fe, para hacernos ver que no debería ser una gran tragedia.
Estamos en las manos de Dios, y ¿qué mejores manos que las suyas?
En su infinita sabiduría, Dios ha querido ocultarnos el día y la hora en que tendremos que rendir cuentas ante Él, el momento en que habremos de abandonar este valle de lágrimas para acudir a su encuentro.
Por eso la recomendación que Jesús nos hace en el Evangelio de hoy tiene todo sentido:

“Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas.
Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.
Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo.
Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos”

(Lc 12,35-38)

Es decir, aquí el Señor básicamente nos esta diciendo: bienaventurados aquellos cuyas vidas apuntan completamente hacia Dios.

LA MUERTE ES EL REENCUENTRO CON UN AMIGO

Lo dice con esta imagen: bienaventurados los que estén en vela, porque cuando llegue el día de abandonar este mundo, la muerte será más bien un reencuentro con un amigo al que se ha tratado con toda confianza.
Será el reencuentro con el objeto de sus amores. Será el descanso de este pobre corazón nuestro, que permanece inquieto porque ha sido hecho para Dios.
Y permanece inquieto mientras no llegue a esa meta de ese encuentro, de esa unión con su creador. ¡Eso es la muerte!
Por eso, aprovechemos hoy para examinarnos con frecuencia en este ámbito. No cometamos la tontería de pensar como el faraón Micerinos, que tenemos todo el tiempo a nuestro favor.
¡Porque el tiempo es de Dios, que lo administra con absoluta sabiduría!
Dice el adagio latino: “memento mori” eso se puede traducir como: “acuérdate que morirás”.
Cuenta la tradición que cuando un general desfilaba por las calles de Roma, triunfante después de una batalla, después de su victoria.
Junto a él se solía poner un siervo suyo, que le iba recordando al oído, la fugacidad de esta vida: ¡Todo pasa! ¡El tiempo pasa!
Esto lo hacía para no caer en la soberbia o para perder el sentido de esta vida.
Por eso cuando el Señor nos dice en el Evangelio de hoy, que estemos preparados porque no sabemos el día ni la hora.
Por supuesto, lo que Él no quiere, es que vivamos angustiados porque nos podemos morir en cualquier momento…

VER LAS COSAS COMO LAS VE DIOS.

Como la persona que esta paranoica y dice: yo mejor no salgo de mi casa, porque me puede pasar algo…
Sino que Dios quiere que aprendamos a ser verdaderamente felices en esta tierra, intentando mirarlo todo con los ojos de Dios. ¡Qué tranquilidad quien mira todas las cosas como las ve Dios!
Así se puede ser mucho más feliz, si sabemos que todo lo que hacemos en esta tierra, incluso lo más pequeño, tiene resonancia en la eternidad.
Todo se puede transformar en una ocasión de amar a Dios, incluso en los detalles más pequeños. Porque esos pequeños detalles de amor tienen resonancia en la eternidad.

Todo en ocasión de amar a ese Dios amigo, con quien nos reencontraremos por misericordia del Cielo, al cruzar la cortina de la muerte.
Por eso, con lo que escuchamos en el Evangelio de hoy, no se nos propone una vida masoquista, sino una vida plena donde todo es ocasión de amar, también en el dolor y el sufrimiento.
El Señor nos pide estar preparados, como en vigilia. Como quien ansía el abrazo más esperado por años, más que como quien espera la llegada inesperada de un huracán destructor.
Ahora aprovechamos nosotros para preguntarnos: ¿Qué tan preparados estamos para ese momento?
“Memento mori”. ¡Acuérdate que morirás! Podría ser en cualquier momento, en cualquier circunstancia.

SOLO DIOS SABE EL DÍA Y LA HORA

Te puedo contar que como sacerdote que ha tenido que atender muchos moribundos, puedo dar fe de que después recibir los últimos sacramentos, la verdad es que yo he podido ver de todo.
Ahora cuando me preguntan: ¿Padre, fulano o fulana se van a morir? Yo les digo: mira, nadie sabe.
Porque he visto desde personas que asombrosamente parece que están esperando que llegue el sacerdote y parece que se agarran con fuerza de esta vida y no se piensan ir antes que llegue el cura.
Hasta personas que podemos decir que milagrosamente, con un asombro impresionante, se recuperan y Dios les da una nueva inyección de vida.
Puede pasar absolutamente de todo y solamente Dios sabe el día y la hora.
Por eso:

“Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela.”

(Lc 12, 37)

Es decir, aquellos que no se engañan retrasando la propia conversión, pensado que les queda muchísimo tiempo.
A diferencia de aquellos que no ponen excusas y aprovechan todos los medios a su alcance para redirigir toda su vida hacia Dios, como un holocausto perfecto de amor.
Ojalá tú y yo aprendamos a vivir con esta ilusión cada día: sin miedo a la muerte, pero tampoco sin miedo a aprovechar los días que nos queden para gloria de Dios.
Nos encomendamos hoy especialmente a san Juan Pablo II, que más de una vez pudo pensar con todos los datos, con todas las probabilidades que se terminaba su tiempo aquí en la tierra.
Llegó a estar hasta diez veces hospitalizado en el Policlínico Gemelli, en Roma, que jocosamente él bautizó como el “Vaticano III”.
Supo vivir muchos años con las limitaciones del Parkinson, totalmente abandonado en la amabilísima voluntad de Dios.
Que por su intercesión nos conceda a nosotros a vivir siempre preparados para el encuentro definitivo con Dios.

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