En la literatura griega existen muchas imágenes para describir cosas complejas de la realidad. Eso es lo que llamamos mitología, que no son solamente cuentos fantasiosos y, por lo tanto, falsos.
Es que no son del todo falsos, porque transmiten grandes verdades fundamentales.
Por eso, uno de los mitos que más me ha ayudado -de hecho, creo que lo he utilizado en alguna otra consideración de estos 10 minutos con Jesús- es el mito de Sísifo.
La historia de Sísifo cuenta que fue un rey de la región de Corinto, conocido por su impiedad y por su astucia, que hizo que de hecho burlara varias veces a los dioses, hasta el punto de que los dioses se hartaron de sus marañas y le pusieron un castigo ejemplar.
Sísifo fue condenado a empujar eternamente una gran roca hasta la cima de una montaña y cuando estaba a punto de llegar, la roca caía y rodaba cuesta abajo, de modo que Sísifo tenía que empezar de nuevo. Y así, por toda la eternidad, una y otra vez.
Por eso el mito de Sísifo es el paradigma de lo absurdo, del esfuerzo inútil, de la imagen de llevar un peso esclavizante. ¿Quién podrá librarlo de ese yugo?
Por supuesto que el castigo es más que merecido, Sísifo algo habrá hecho que se merecía aquello, pero a mí la imagen de Sísifo me da mucha pena y me parece que nadie quisiera vivir así.
PESOS INNECESARIOS
¿No te parece que muchas veces tú y yo estamos encerrados en ese mito de Sísifo? En cierto modo tenemos ese peligro de vivir la situación absurda de este rey -de Sísifo- y ser esclavos de un gran peso sin sentido, un peso innecesario.
Hay otros pesos que son inevitables, pero son necesarios para otras cosas importantes, pero el mito de Sísifo nos habla de pesos que llevamos encima, que no son necesarios.
El Evangelio de hoy va de esto mismo: de la libertad a la que podemos renunciar tontamente por llevar encima un peso absurdo. Libertad de movimiento, libertad de acción.
“Tú Señor Jesús estás enseñando a tus discípulo esta verdad con la parábola del siervo despiadado”. Es aquella en la que un criado debe a su rey cien mil talentos; o sea, una suma inmensa de dinero y no tiene cómo pagarlos.
Por esto,
“el amo mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo””.
Habrá salido lágrimas de sus ojos, habrá llorado, habrá rogado y el
“señor se compadeció de aquel y lo dejó marchar perdonándole la deuda”
(Mt 18, 25-27).
ESTRECHA RELACIÓN ENTRE PERDÓN Y LIBERTAD
Seguramente ya sabes lo que viene después, esta parábola es sumamente conocida.
Ese mismo criado quiso cobrarle a otro que le debía una suma mísera y le quiso cobrar todo sin ninguna piedad, a pesar de que también este otro siervo se le arrojó a los pies y le pedía misericordia; y nada, a la cárcel.
Fue tal la indignación de los testigos, que el suceso llegó a oídos del rey que lo llamó y le dijo:
““¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”
Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda”
(Mt 18, 32, 34).
Como ves, la parábola de hoy me parece que es evidente: lo que pone en evidencia es esa estrecha relación que hay entre perdón y libertad; o, por el contrario, la estrecha relación que hay entre la falta de misericordia y la esclavitud.
Es difícil no acordarnos de la gracia que se nos concede en cada sacramento de la confesión, donde precisamente recibimos ese perdón de Dios que es un perdón que libera, incluso de las deudas más grandes y así se nos devuelve la dignidad y la libertad de un hijo de Dios.
Es un peso que vamos llevando absurdamente cuesta arriba en este caminar al cielo, un peso absurdo por culpa de nuestros pecados; y Dios, en un acto de infinita misericordia, nos concede su perdón liberador.
Nos saca de la cárcel de la esclavitud que nos impide movernos con libertad. Lo que pasa muchas veces por soberbia, por vanidad, por acostumbramiento, por falta de fe.
No nos damos cuenta de que podríamos ir más ligeros por la vida, pero así el Señor nos quita esas piedras que llevamos encima, sí y solo sí queremos salir de esta situación.
PIEDRAS EN LOS BOLSILLOS
Hablando de piedras, (me acabo de acordar de una anécdota de san Josemaría, algo que después repitió muchas veces en su predicación) san Josemaría empleaba esta imagen para darnos una recomendación al momento de confesar nuestros pecados.
Una tarde, hablando con unos niños en una catequesis en un barrio de Madrid, les hace esta consideración:
“Imaginad que lleváis los bolsillos llenos de piedras pequeñas y una grande, muy pesada, cargada sobre los hombros. Pensad, también, que vais andando desde la Puerta del Sol a Cuatro Caminos”.
Como yo no conozco Madrid, me tomé la molestia de ir a Google Maps y puse: Puerta del Sol a Cuatro Caminos caminando y me dio 51 minutos). Entonces la historia es: piedras en los bolsillos, piedras pequeñas y una piedra enorme sobre la espalda, durante casi una hora caminando.
Continúa san Josemaría:
– “¿Qué piedra tirarías primero al llegar?
– La grande -contestan los niños riendo a carcajadas.
– ¿Y después?
– Después, las piedras pequeñas.
– Pues eso debemos hacer con los pecados -dice san Josemaría-. Primero debemos decir los mortales o los que dan más vergüenza y los veniales salen más fácilmente”.
LA CONFESIÓN
Yo creo que, aunque no tengamos conciencia de pecados mortales, este consejo sigue siendo sumamente válido.
La confesión es esa oportunidad de quitarnos un peso que nos esclaviza y qué alivio quitarnos primero de encima lo que más pesa, lo más grande, lo que más hace que podamos perder la libertad; esos pecados que nos impiden volar alto.
Con esta lógica, yo creo que se aprecia mucho mejor ese consejo de san Josemaría. La confesión nos libera, pues libérate primero de lo que más te pesa.
A veces, los sacerdotes en el confesionario, como no hay un modo único de confesar, y nos toca escuchar y uno ya como que se sospecha que alguien se está confesando, pero le está costando decir lo que más vergüenza le da, entonces uno nota que da vueltas y vueltas.
Nos cuentan los chismes de todo el barrio y de toda la familia… y al final, como de paso, sueltan la piedra grande.
San Josemaría nos dice:
“Se trata de libertarte, pues liberarte cuanto antes, con urgencia, corriendo de lo que más pesa”.
A veces, la falta de fe, de visión sobrenatural, de dolor de amor por las ofensas a un Dios tan bueno, nos hacen perder de vista esa necesidad de acudir a la confesión.
Pero ayuda mucho considerar que, en el fondo, quien gana o quien pierde si nos confesamos o no, no es Dios. Por supuesto que a Él le interesa vernos libres, pero los principales beneficiados de esa libertad somos nosotros.
LA ROCA DE NO PERDONAR
Además, en esta misma lógica de la relación estrecha entre el perdón y la libertad, la parábola nos invita hoy a soltar otra roca pesadísima que podemos llevar absurdamente sobre nuestras espaldas: la roca de no perdonar a los demás.
Porque la condena del criado de la parábola se debía, precisamente, a que no supo perdonar y las circunstancias lo que hicieron fue jugar en su contra.
Él había recibido mucho, pero se consideraba merecedor de todo aquel perdón y no supo valorar la libertad que va unida al perdón.
“Ayúdanos Señor a sabernos en eterna deuda de gratitud contigo para que, luego nos sea más fácil librarnos de esa piedra, de ese yugo del resentimiento o del rencor hacia los demás.
Ayúdanos a ser humildes y a ver qué piedra no hemos terminado de soltar por no querer terminar de perdonar de corazón totalmente y sin condiciones, a quien sea que nos haya herido en el pasado”.
El no perdonar nos quita energía, nos quita tiempo que necesitamos también para otras cosas más importantes.
Como dijo una vez un autor cristiano:
“Perdonar es liberar a un prisionero y descubrir que el prisionero eras tú”
(Lewis B. Smedes).
Y es verdad que el perdón muchas veces es una de las cosas más difíciles de hacer para una persona, pero también es una de las más importantes.
El perdón trae la paz; el perdón permite dejar de lado la ira y el dolor que nos quitan energía; permite seguir adelante con la vida y, sobre todo, nos devuelve la libertad. Nos libera de la triste condición de Sísifo y nos devuelve la libertad de un hijo de Dios.
¡Vale la pena!