Como siempre, acudimos al Espíritu Santo para que nos ayude a hacer verdadera oración. Nos apoyamos en el Evangelio de hoy que cuenta uno de los milagros más imponentes que Jesús realizó: la resurrección de la hija de Jairo.
Llega este personaje afligidísimo, se arrodilla ante el Señor y le dice:
“Mi hija acaba de morir”
(Mt 9, 18).
Qué fuerte la muerte de una hija, de un hijo joven y aunque no sea joven, siempre es un tremendo dolor y Jesús es sensible al dolor humano, por pequeño que sea.
Más sensible de lo que podemos imaginar, porque la empatía de Cristo es la razón de su amor; absolutamente lejos del corazón de Jesús cualquier forma de desinterés, indolencia, frialdad.
El Señor sufre con nosotros, se compadece con nosotros, está siempre atento y, en este caso, ve el dolor de este padre (y de su madre también, aunque no aparece, es obvio que estaría sufriendo muchísimo frente a la muerte de su hija) y va decidido a realizar el milagro de la resurrección.
Cuando llega a la casa de Jairo se encuentra con un montón de gente, flautistas y plañideras que lloran; más bien, contratadas para llorar.
Una costumbre que nos puede resultar bastante extraña a nosotros. Pero sí, según las tradiciones del pueblo de Israel de entonces, se contrataban estas plañideras que significaban -por así decir- la situación llorando y lamentándose.
“Jesús llegó a la casa de aquel jefe y al ver a los flautistas y el alboroto de la gente dijo: ‘¡Retiraos! La niña no está muerta; está dormida’”
(Mt 9, 23-24).
Porque para Dios, la verdadera muerte es la eterna condenación. Incluso, la liturgia habla de quienes están ya gozando de Dios como la región de los vivos. En contrapunto con esta otra, la nuestra, que es la región de los que estamos yendo hacia esa vida eterna.
La niña efectivamente había muerto, pero para Cristo estaba simplemente dormida, porque su luz, su fuerza y su amor, estaban presentes en ella y en su familia. Porque estaba viva su alma para Dios.
Aunque el cuerpo ya dejara de vivir, el alma pervive para siempre. Nuestra alma no puede dejar de existir.
“La niña no está muerta; está dormida”. Y, a continuación, el texto dice: “Y se reían de Él”.
BURLA
Quería fijarme en estas cuatro palabras: “Se reían de Él”. ¡Qué capacidad la nuestra, los seres humanos, de equivocación! En este caso, este grupo de flautistas y plañideras se ríen de Cristo, se ríen de Dios.
Reírse de alguien significa una forma de desprecio. Reírse a costa de alguien, una forma de burla. Desprecian a Cristo, se burlan de Cristo, como si fuera un ignorante, una persona que no vive en la realidad.
Hagamos un propósito de no reírnos de los demás, sino reírnos “con” los demás. Eso sí, porque hay muchos motivos para encontrar el lado divertido, simpático a la vida, es el buen humor, tan propio de un hijo, de una hija de Dios.
Nunca está de más pedírselo al Señor: “Señor, dame la gracia del buen humor habitual. Ayúdame a sonreír habitualmente y dar un testimonio precioso de tu resurrección eterna”.
LA RESURRECCIÓN DE CRISTO
Te comparto unas palabras de un texto que habla, precisamente, de esto: la Resurrección de Cristo.
“Los fieles todos anunciamos hoy la Resurrección a los cuatro vientos y al oído de los más cercanos, pero la anunciamos sobre todo con el testimonio más convincente: con nuestra alegría, nuestra buena cara y nuestra sonrisa habitual.
Porque esa alegría constante no es un simple estado de ánimo, sino que brota de los manantiales más hondos del alma: del gozo del misterio pascual, la Cruz y la Resurrección, inseparables ya”
(José Miguel Ibáñez Langlois. La Pasión de Cristo).
Demos testimonio de Cristo resucitado, que está con nosotros el Emmanuel, con nuestra sonrisa habitual.
Sonreír cuando todo va bien es fácil, cualquiera; en cambio, sonreír cuando nuestros planes quedan frustrados, cuando aparece una enfermedad, una dolencia; cuando hay una dificultad de trato objetivo con una persona que nos hace la vida difícil, sonreír.
Mantener allí el buen humor, eso sí que es un reflejo clarísimo de vida espiritual.
Por eso es que san Josemaría nos enseñaba que, a veces, la mejor muestra de espíritu de penitencia es sonreír. (San Josemaría. Forja, punto 149).
Puedes estar cansado, cansada; puedes tener un día duro en que, de alguna manera se han acumulado las dificultades y contradicciones y, sin embargo, a pesar de todo eso, Dios te sigue amando. Y con todas esas circunstancias de tu vida lo puedes amar tú de vuelta.
Esa es la alegría de poder amar al Señor en la enfermedad, en la contradicción, en la alegría, en la paz, en la inquietud; en cualquier estado de ánimo todo es conducible al amor de Dios en Cristo.
SONREÍR
Por eso que nuestra sonrisa está ahí también cuando sufrimos, también cuando no lo pasamos bien. Pidamos al Señor esta gracia de ver el lado divertido de la vida, no dramatizar.
Y, si a veces nos encontramos con personas que nos resultan menos simpáticas e incluso antipáticas, encontrar ahí una ocasión de santidad, una ocasión de amor a Jesucristo y no dejarnos llevar por la tentación fácil de criticar, juzgar o devolver antipatía por antipatía.
Hay que superar las antipatías y eso es parte importante de nuestra lucha para identificarnos con Cristo y para vivir la auténtica caridad. Sonreír, mantener el buen humor, no dejarnos llevar por antipatías.
Termino con un texto -un poquito largo, pero precioso- que narra la lucha personal de Teresita de Lisieux para vivir lo que estamos considerando aquí.
TERESITA DE LISIEUX
“Hay en la comunidad una hermana que tiene el don de desagradarme en todo. Sus modales, sus palabras, su carácter me resultan sumamente desagradables. Sin embargo, es una santa religiosa, que debe de ser sumamente agradable a Dios.
Entonces, para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras y me dediqué a portarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a quien más quiero.
Cada vez que me la encontraba, pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos. (…)
No me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí motivo de tanta lucha. Trataba de prestarle todos los servicios que podía; y cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas y procuraba cambiar de conversación”.
(¡Qué lucha esta la de Teresita!)
“Con frecuencia también… fuera de la recreación (quiero decir, durante las horas de trabajo), como tenía que mantener relaciones con esta hermana a causa del oficio, cuando mis combates interiores eran demasiado fuertes, huía como un desertor.
Como ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacia su persona, nunca sospechó los motivos de mi conducta y vive convencida de que su carácter me resultaba agradable.
Un día, en la recreación, me dijo con aire muy satisfecho, más o menos estas palabras: ‘¿Querría decirme, hermana Teresa del Niño Jesús, qué es lo que le atrae tanto en mí? Siempre que me mira, la veo sonreír’.
¡Ay! Lo que me atraía era Jesús, escondido en el fondo de su alma… Jesús, que hace dulce hasta lo más amargo… Le respondí que sonreía porque me alegraba verla (por supuesto que no añadí que era bajo un punto de vista espiritual)”.
Hacemos el propósito, entonces, de manifestar a los demás la alegría de los hijos de Dios.
Santa María, causa de nuestra alegría, ruega por nosotros.
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