En el Evangelio leemos una parábola muy cortita y en la que se resalta la alegría. Te la leo:
“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo”
(Mt 13, 44).
Lleno de alegría aquel hombre se desprende de todas sus posesiones porque va a adquirir algo más grande: el tesoro.
También podemos pensar que antes de ir a vender todo lo que tenía lleno de alegría, se puso súper contento y, al igual, se puso más contento todavía cuando le dieron las escrituras de aquel campo en el que estaba escondido el tesoro.
Seguramente alguna vez, cuando eras niño, cuando eras niña, leíste algún cuento de un tesoro escondido, un tesoro que alguien encontraba y te imaginabas que tú te encontrabas ese tesoro o un mapa del tesoro.
LA BÚSQUEDA DEL TESORO
Hace poco asistí a un campamento en el que -hay un juego (yo digo que es un juego universal) que es la búsqueda del tesoro, te van dando pistas y al final cada pista es una alegría, pero la pista que más alegría da es la última, donde está el mapa del tesoro.
Pues en este campamento al que asistí, no de niño sino de capellán, ese mapa del tesoro era un poco confuso, porque eran tres puntos; ese mapa te enviaba a tres puntos, había que escoger. El tesoro puede estar en este punto, en este otro o en este otro, a, b o c.
Algunos dijeron: “ah, pues el más lejano -que era mucho más lejano que los demás- seguramente está ahí, ¡vamos para allá! Pero cuál fue su decepción que no estaba ahí el tesoro.
¡Qué alegría encontrarse con el mapa del tesoro, qué alegría encontrarse con el tesoro! ¡Qué alegría ir a vender todo para conseguirlo y, todavía una mayor alegría, el tenerlo, el poseerlo!
Alguna vez escuché una interpretación de este Evangelio en el cual Jesús es ese Hombre que se encuentra el tesoro. Y ¿qué es el tesoro? El tesoro somos nosotros los seres humanos.
A Él le da muchísima alegría encontrarnos; encontrar un corazón que ama a Dios, un corazón que busca a Dios. Le da muchísima alegría, tanto que es capaz de vender todo lo que tiene.
ALEGRÍA DE SER DEL SEÑOR
Leemos en la Carta a los Filipenses:
“Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: el cual, siendo de condición Divina, no consideró como presa codiciable ser igual a Dios.
Sino que se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres y mostrándose igual que todos los demás hombres; se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz”
(Flp 2, 5-8).
Y eso para salvarnos de nuestros pecados, para darnos la vida eterna. Él es ese Hombre que encuentra el tesoro y vende todo lo que tiene.
No consideró como prenda codiciable ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando forma y vino para estar con nosotros. Para conquistarnos para Dios, para comprar nuestra alma con el precio de su Sangre.
Imaginamos a Jesús que lleno de alegría viene a la tierra; lleno de alegría está con nosotros, lleno de alegría se entrega en la Cruz.
Aunque obviamente Tú Señor sufriste, sentiste un gran dolor, sentiste tristeza, angustia ante la muerte, pero lo hiciste con alegría porque nos estabas salvando.
Lo hiciste convencido, obedeciendo a tu Padre, entregándote, vendiéndolo todo para conseguir ese tesoro que somos tú y yo, ese tesoro que eres tú.
Pero Señor, yo para darte la alegría de ser tuyo tengo que entregarme a Ti y tengo que buscarte, tengo que dialogar contigo, como ahora en este momento que estoy haciendo oración.
Entonces yo puedo alegrar a Dios, puedo hacer que la alegría de Cristo sea más grande si realmente hago que valga la pena ese sacrificio que Él ha hecho para comprar mi alma. Si me pongo en sus manos, si busco dialogar con Él; porque dialogando con Él me voy convirtiendo en Él.
MOISÉS
Leemos también en la primera lectura de la misa, un pasaje del libro del Éxodo:
“Cuando Moisés subía al cerro y hablaba con Dios y bajaba, tenía el rostro resplandeciente por haber hablado con el Señor”
(Ex 34, 29).
“Tenía el rostro resplandeciente por haber hablado con el Señor…” Qué bonito que Tú Señor, al hablar con Moisés le comunicabas un poco de tu gloria y autorizabas, de alguna manera, todo lo que iba a decir ante el pueblo con ese prodigio.
“Y cada vez que Moisés iba a hablar con Dios, el rostro le resplandecía”, el rostro le brillaba de alegría de la gloria de Dios.
También Señor, si yo hago oración, si yo hablo contigo, no me darás, así que brille ante los hombres, a que sea como una luz que se vea con los ojos; pero sí la sonrisa, la paz, la alegría de ser amigo de Dios. Pues eso sí que brilla, eso sí que se puede contagiar.
Ahora vemos la parábola de la otra manera: yo encuentro en la amistad con Dios, yo encuentro en el trato con Dios, un gran tesoro, una gran perla, un tesoro.
El tesoro significa la variedad de riquezas que conlleva el Reino de Dios; la perla significa la belleza.
Yo Señor, que con la fe me doy cuenta del gran bien que supone tu amistad, quiero comprometerme, quiero hacer el sacrificio que haga falta para estar cerca de Ti. Lleno de alegría vender, entregar lo que veo que Tú me pides. Entregar, vender lo que veo que me sobra, que me detiene para ir hacia Ti.
Y así, alegre, es lo que queremos subrayar en esta parábola tan corta pero que resalta la alegría: Que alegres te entreguemos lo que haga falta. Que nos convenzamos del gran bien, del gran valor, de la belleza que supone tu amistad, la belleza que supone tener el alma en gracia.
TENER A DIOS EN EL ALMA
Dice san Josemaría:
“No hay nada mejor en el mundo que estar en gracia de Dios”
(San Josemaría, Camino punto 286).
No hay nada tan grande en el mundo, no hay nada más bello, que tener a Dios en el alma; que poder hablar con Él, que sentir que Él nos quiere a pesar de nuestras imperfecciones, de nuestros pecados.
Podemos pensar en Moisés. Moisés no era un santo, pues mató a un egipcio, luego huyó y luego, no quería obedecer a Dios, ponía pretextos para hacer lo que Él le pedía y Tú Señor, a través de ese diálogo, lo fuiste animando.
Luego se encuentra con tantos obstáculos durante su camino, pero con la oración supera todas las pruebas y Dios le va otorgando esa transformación.
Al igual nosotros que no somos santos, con la oración, con buscar a Dios a través del diálogo con Él, a través de los sacramentos, nos vamos transformando más y más en Él.
Le pedimos a la Virgen, nuestra Madre, que nos acompañe y que nos ayude a estar siempre alegres sabiendo que todo lo que entregamos para estar más cerca de Dios, vale la pena porque el bien de su amistad es mucho más grande.