Hoy leeremos en el Evangelio de la misa, que:
“En aquel tiempo fue Jesús a su ciudad y se puso a enseñar en la sinagoga. La gente decía admirada: “¿De dónde saca este esa sabiduría y esos milagros?
¿No es éste el Hijo del carpintero? ¿No es Su Madre, María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?
¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo esto?” Y desconfiaban de Él.
Jesús les dijo: “Solo en su tierra y en su casa, desprecian a un profeta”. Y no hizo allí muchos milagros porque les faltaba fe”
(Mt 13, 54-58).
HERMANOS
Quisiera, en primer lugar, hacer un inciso -aunque es algo suficientemente sabido- pero siempre es bueno recordarlo por si ahí hay alguno que no se acuerda, que es el tema de los hermanos del Señor que hablan aquí: Santiago, José, Simón, Judas, sus hermanas, etc.
Conviene recordar que la palabra “hermanos” era, en arameo, (la lengua que el Señor hablaba) una expresión genérica para indicar un parentesco. O sea que hermanos también eran los sobrinos, los primos hermanos… los parientes en general.
Lo vemos en muchos ejemplos en la Sagrada Escritura.
JESÚS, HIJO DE MARÍA; HIJO DEL ARTESANO
A Lot, sobrino de Abraham, en algunos pasajes se dice: el hijo de Abraham y sabemos que era hijo de un hermano; era sobrino. Total, esa palabra no existía.
Los nexos de parentesco, toda la variedad como existen ahora, en esos idiomas antiguos, no existían. Todos eran hermanos y aquí se menciona concretamente a Santiago, José, Simón y Judas.
Pero en otra parte, en el mismo Evangelio de san Mateo, nos dice que estos: Santiago y José, son hijos de una cierta María (distinta de la Virgen).
Simón y Judas no son hermanos de Santiago y José sino, al parecer, hijos de un hermano de san José.
En cambio, Jesús era para todos el Hijo de María, el Hijo del artesano.
Consideramos a santa Isabel prima de la Virgen, pero no sabemos si era prima; era pariente simplemente. Total, siempre la Iglesia ha profesado, con plena certeza, que Jesucristo no ha tenido hermanos de sangre en sentido propio. Es el dogma de la perpetua virginidad de María.
RECONOCER LO EXTRAORDINARIO
Pasando ya este tema que, como decía, es sabido por todos, pero siempre conviene recordarlo, vemos aquí, en este Evangelio, la extrañeza de las personas de donde era el Señor, de Nazaret.
Se explica, por esa dificultad que todos experimentamos en reconocer lo extraordinario, lo sobrenatural en aquellas personas con quienes hemos convivido familiarmente.
De ahí, el proverbio que el Señor aquí menciona de:
“Nadie es profeta en su tierra”
(Lc 4, 24).
Se define al Señor como:
“¿No es el Hijo del carpintero?”.
EL SEÑOR FUE TRABAJADOR
En este caso, es el único lugar donde menciona el oficio de san José o en otros lugares paralelos, habla del Señor como el propio carpintero, el artesano.
Qué bonito es saber que el Señor fue un trabajador, como somos muchos de nosotros. Y qué bonito saber también cómo en numerosas páginas de la Sagrada Escritura, muestra cómo el trabajo pertenece a la condición originaria del hombre.
Cuando leemos en el libro del Génesis, que el Creador
“hizo al hombre a Su imagen y semejanza”
(Gn 1, 27),
lo invitó a trabajar; a trabajar la tierra.
EL PROYECTO DIVINO
Después, a causa del pecado (el pecado de nuestros primeros padres, el pecado original), el trabajo se transformó, lamentablemente, en fatiga, en sudor…
Pero el proyecto divino se mantiene inalterado de todo su valor, porque el mismo Hijo de Dios, Jesucristo, haciéndose semejante en todo a nosotros, se dedicó durante muchos años a actividades manuales. Hasta el punto de que lo reconocían como tal: el Carpintero o el Hijo del carpintero.
El problema es que, a veces,
“las condiciones que rodean el trabajo han hecho que algunos lo consideren como un castigo o que se convierta -por la malicia del corazón humano cuando se aleja de Dios-, en una mera mercancía o en un “instrumento de opresión”, de manera que, en ocasiones, es difícil comprender su grandeza, su dignidad.
Otras veces, el trabajo se considera como un medio exclusivo de ganar dinero, que se presenta como un fin único o como manifestación de vanidad o de la propia autoafirmación o de egoísmo… olvidando el trabajo en sí mismo, que es obra divina, porque es colaboración con Dios. Porque es ofrenda a Él; donde se ejercen las virtudes humanas y las sobrenaturales”.
EL HOMBRE PERFECCIONA EL MUNDO CON SU TRABAJO
Dios pudo haber hecho un mundo perfectamente acabado, pero no lo quiso hacer. Puso al hombre para que, con su trabajo, lo perfeccionara cada vez más.
Con el trabajo de nuestro Señor, quedó santificado. Ese trabajo,
“todo trabajo, queda santificado al ser asumido por el Hijo de Dios y, desde entonces, puede convertirse en tarea redentora al unirlo a Cristo, Redentor del mundo”.
Esta verdad sobre la cual, a través del trabajo el hombre participa en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por nuestro Señor.
HACER BIEN EL TRABAJO
La fatiga, el esfuerzo, las condiciones duras y difíciles, consecuencia del pecado original, se convierten -con Cristo- en valor sobrenatural inmenso, para uno mismo y para toda la humanidad.
“Sabemos que el hombre ha sido asociado a la obra redentora de Jesucristo, “que ha dado una dignidad eminente al trabajo ejecutándolo con Sus propias manos allí en Nazaret (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 67).
La obra bien hecha, es la que se lleva a cabo con amor”.
Por eso, procuramos hacer el trabajo bien, con amor, bien hecho.
“Apreciar la propia profesión u oficio al que nos dedicamos, ese tiene que ser, quizás, el primer paso para dignificarlo y para elevarlo al plano sobrenatural.
Debemos poner el corazón en lo que tenemos entre manos y no hacerlo porque simplemente: “no hay más remedio””
(Memoria de San José Obrero).
SAN JOSEMARÍA
“No olvidemos”,
decía san Josemaría,
“ofrecer cada día alguna hora de trabajo o de estudio más intensa, mejor acabada, en honor del Señor”.
El trabajo sí reviste una importancia primaria para la realización del hombre, para el desarrollo de la sociedad. Por eso, es preciso que siempre se desarrolle en pleno respeto de la dignidad humana, del servicio al bien común.
NO DEJARNOS DOMINAR POR EL TRABAJO
Al mismo tiempo, es indispensable que no nos dejemos dominar por el trabajo. Que no lo idolatremos pretendiendo encontrar en él, el sentido último o definitivo de la vida, porque no es un fin en sí mismo; sin embargo, es muy importante.
Para san Josemaría, constituye el eje o el quicio de la
“santificación en medio del mundo”.
Esto no significa que sea más importante que los otros aspectos, sino manifiesta el reconocimiento de una singularidad del trabajo en ese entramado de las actividades con las que el cristiano, correspondiendo a la gracia divina, se santifica en medio del mundo. Y lo santifica (vamos a decir así) desde adentro.
TRABAJO, TAREA DIVINA
Que veamos con claridad que, en manos de Jesús, el trabajo es un trabajo bien hecho, honesto, noble, similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo.
Se convierte y lo podemos convertir en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación, precisamente, mientras lo realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones (que todos las tenemos).
Participar en la obra creadora de Dios. Que tengamos conciencia de eso, que es ocasión de desarrollo de la propia personalidad, que es
“vínculo de unión con los demás, fuente de recursos para sostener la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad y el progreso de toda la humanidad”
(San Josemaría. Es Cristo que pasa. Punto 47).
Se lo pedimos a nuestra Madre, santa María, ella que también trabajó mucho. La labor doméstica que hacía ella para atender a su familia, también es un trabajo santificable y santificador, como el de muchas mujeres en el mundo.
Le pedimos a ella que nos lleve a entender, con sabiduría, el valor santificador del trabajo.
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