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UN LIBRO QUE HABLA

un libro que habla

Recuerdo cómo uno había comenzado a hacer un rato de oración mental todos los días. Lo hacía apoyándose en un libro de consideraciones espirituales y parece que la hacía bien.
Lo digo porque un día su mamá vio cómo aquel hijo suyo, adolescente, dejaba el libro en una mesa (prácticamente lo tiraba en la mesa) como queriéndose alejar de él mientras decía “¡este libro habla!”

¡ESTE LIBRO HABLA!

Se ve que cuando leía, aquello que leía, le interpelaba; le dejaba inquieto; le golpeaba.
No había mejor manera de describirlo: “¡este libro habla!”
“Pero eras Tú, Señor, el que hablabas a través de aquel libro…”
No sé si te ha pasado algo parecido. Lees un libro de lectura espiritual y parece que te habla a ti. Parece trampa.
¡¿Cómo puede saber que soy yo quien leo y que eso es justo lo que necesito escuchar hoy, en este momento?!
“Aquel adolescente del que te contaba no dejó su oración y Tú, Jesús, tampoco dejaste de hablarle…
Tú, Señor, hablas de muchas maneras. Y una de ellas es precisamente esa”. Ahora, si Jesús se puede servir (y se sirve) de un libro cualquiera, imagínate lo que hace con la Sagrada Escritura de la que Él mismo es autor.
¡La Sagrada Escritura habla! Es cuestión de leerla. De conocerla. De meditarla.
“Y Jesús cuenta con eso.”
Hoy, por ejemplo, en el Evangelio aparecen los fariseos que, para variar, critican lo que ven que hace Jesús o quienes le acompañan.
En este caso se trata de que están arrancando y comiendo las espigas de unos sembrados en día sábado. Entonces:

“Jesús les dijo: ««¿Nunca han leído lo que hizo David cuando se vio necesitado y tuvieron hambre él y los que le acompañaban? 

(Mc 2, 25)

¿Nunca han leído? Lo más seguro es que sí habían leído ese pasaje de la Escritura, pero ya se ve que no se habían dejado interpelar por él.
No habían aprendido lo que Dios quería decirles a través de aquello. Y Jesús se los tiene que aclarar.

CONOCER LA VOLUNTAD DE DIOS

Piensa si no será que, para tantas interrogantes o inquietudes en nuestras vidas (en la tuya, en la mía) o para tantos deseos de conocer la voluntad de Dios o para escucharle, Jesús nos podría responder también a ti y a mí diciendo:
¿Nunca has leído aquel pasaje o este otro? ¿No te acuerdas de aquella parábola…?
¡Déjate interpelar por la Sagrada Escritura! Acostúmbrate a leerla, a meditarla.
No deja de ser esto lo que intentamos hacer a través de esta iniciativa de 10 minutos con Jesús.
Pero también aprende a hacerlo por tu cuenta. De eso se servirá Jesús para hablarte, para responderte; eso es lo que han hecho los santos. No es que se hayan inventado las cosas, han escuchado las cosas de labios de Dios leyendo (o escuchando) la Sagrada Escritura.
Benedicto XVI lo decía de la siguiente manera:

“Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios”

(Verbum Domini, n.48).

Por eso afirmaba:

“Ciertamente, no es una casualidad que las grandes espiritualidades que han marcado la historia de la Iglesia hayan surgido de una explícita referencia a la Escritura.
Pienso, por ejemplo, en san Antonio, Abad, movido por la escucha de aquellas palabras de Cristo: «Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así́ tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo» (Mt 19,21)”

(Verbum Domini, n.48).

SAN ANTONIO ABAD

Justo hoy la Iglesia celebra a San Antonio Abad. La verdad es que la historia de su vocación es impresionante. Te la comparto porque va en esta misma línea y creo que nos puede servir bastante:

“Cuando murieron sus padres, Antonio tenía unos dieciocho o veinte años y quedó él solo con su única hermana, pequeña aún, teniendo que encargarse de la casa y del cuidado de su hermana.
Habían transcurrido apenas seis meses de la muerte de sus padres, cuando un día en que se dirigía, según su costumbre, a la Iglesia, iba pensando en su interior cómo los apóstoles lo habían dejado todo para seguir al Salvador y cómo, según narran los Hechos de los Apóstoles, muchos vendían sus posesiones y ponían el precio de la venta a los pies de los apóstoles para que lo repartieran entre los pobres

(Se ve que leía la Sagrada Escritura y la meditaba.)

Pensaba también en la magnitud de la esperanza que para éstos estaba reservada en el Cielo; imbuido de esos pensamientos, entró en la iglesia y dio la casualidad (tú y yo sabemos que nada de causalidad) de que en aquel momento estaban leyendo aquellas palabras del Señor en el Evangelio: “Si quieres ser perfecto, ve a vender lo que tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el Cielo; luego ven y sígueme”.
Entonces Antonio, como si Dios le hubiera infundido el recuerdo de lo que habían hecho los santos y como si aquellas palabras hubieran sido leídas especialmente para él (que tú y yo sabemos que así era), salió en seguida de la iglesia e hizo donación a los aldeanos de las posesiones heredadas de sus padres (tenía trescientas parcelas fértiles y muy hermosas), con el fin de evitar toda inquietud para sí y para su hermana. Vendió también todos sus bienes muebles y repartió entre los pobres la considerable cantidad resultante de esta venta, reservando solo una pequeña parte para su hermana.

NO SE INQUIETEN POR EL DÍA SIGUIENTE

(Pero no acaba allí la cosa, porque:)

Habiendo vuelto a entrar en la iglesia, oyó aquellas palabras del Señor en el Evangelio: “No se inquieten por el día siguiente”. Saliendo otra vez, dio a los necesitados incluso lo poco que se había reservado, ya que no soportaba que quedara en su poder ni la más mínima cantidad. Encomendó su hermana a unas vírgenes que él sabía eran de confianza y cuidó de que recibiera una conveniente educación; en cuanto a él, a partir de entonces, libre ya de cuidados ajenos, emprendió en frente de su misma casa una vida de ascetismo y de intensa mortificación.
Trabajaba con sus propias manos, ya que conocía aquella afirmación de la Escritura: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma”; lo que ganaba con su trabajo lo destinaba parte a su propio sustento, parte a los pobres.
Oraba con mucha frecuencia, ya que había aprendido que es necesario retirarse para orar sin cesar; en efecto, ponía tanta atención en la lectura, que retenía todo lo que había leído, hasta tal punto que llegó un momento en que su memoria suplía los libros.

(Ya se ve que tenía una memoria envidiable, pero también se ve que estaba plenamente convencido de que por ese medio “le hablabas Tú, Señor.”)

Todos los habitantes del lugar y todos los hombres honrados, cuya compañía frecuentaba, al ver su conducta, lo llamaban amigo de Dios; y todos lo amaban como a un hijo o como a un hermano” 

(De la vida de san Antonio, escrita por san Atanasio, obispo. Cap. 2-4: PG 26, 842-846).

Ojalá que de nosotros puedan decir lo mismo: ¡Este es amigo de Dios!
Pero con un amigo se habla; a un amigo se le escucha. ¿Cómo conseguimos esto con Dios?
Recogiéndonos en oración y meditando las Escrituras, porque no se trata de cualquier libro, sino de ¡un libro que habla! De un libro a través del cual Dios te habla.

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