Hace unos años me tocó impartir la ceniza en un colegio y la verdad que la cosa iba súper bien, porque eso de imponer las cenizas no tiene mayor misterio, pero en cierto momento se acerca una niña pequeñísima a la fila y la veo que tiene la mano en la frente, iba con los ojos cerrados y ya cuando le toca a ella recibir la ceniza, todavía con los ojos cerrados y la mano en la frente, la sube para levantarse el cabello que le tapaba la frente y dice con nerviosismo: – ¡poca por favor!
IMPOSICIÓN DE LA CENIZA
Lo explico porque hay dos modos de imponer la ceniza, dependiendo del lugar principalmente: Una es esparciendo un poco de ceniza sobre la cabeza de la persona y la otra, como en tantos lugares de aquí de Latinoamérica, haciendo una marca con la ceniza en la frente.
Aparte de esas dos opciones, existen también dos posibilidades de decir algo en ese momento de la imposición.
Podemos decir: “Conviértete y cree en el Evangelio” y la otra opción es: “Polvo eres y en polvo te convertirás”.
Claro, quién desconoce nuestra fe y ve este rito desde afuera, puede pensar: “A la Iglesia Católica lo que le interesa es que sus fieles sufran”, “Que la pasen mal”. Sobre todo, que la pasen mal en esta tierra porque les prometen una felicidad en ese otro mundo, del que ni siquiera ha regresado nadie para confirmar si existe o no.
Porque la Iglesia Católica tiene como paradigma del cristiano: “que ese que sufre y sufre y cuántas más humillaciones mejor”. Claro, por eso el Miércoles de Ceniza se le recuerda a la gente “que es polvo”, “que no es nada”, “que se va a morir”.
¡Y esto no es nada más que la realidad! La liturgia no solo quiere recordarnos que estamos vivos de milagro; cosa que es verdad.
No solamente quiere recordarnos que cada día es un regalo de Dios; cosa que es verdad; que podemos volver al polvo en cualquier momento.
Basta un terremoto, basta un infarto fulminante, un descuido propio o ajeno mientras manejamos o mientras vamos por la calle, basta un meteorito que la NASA no descubrió a tiempo…
Pero Dios no nos quiere paralizados por el temor a la muerte, de hecho, es todo lo contrario.
¡QUE VIVAMOS A PLENITUD!
La Iglesia, -porque Dios lo quiere-, también quiere que vivamos a plenitud, aprovechando cada momento.
De hecho, se dice popularmente: “el que tiene miedo a morir, pues que no nazca”.
Además, el recuerdo de que estamos de paso en esta vida, que ese “polvo eres y en polvo te convertirás” de la Liturgia de hoy, nos remita a esos primeros compases del libro del Génesis:
“Después de haber creado el cielo y la tierra, “el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo”
(Gn 2,7).
Hoy, con ese gesto de la imposición de la ceniza, también se nos recuerda precisamente eso del Génesis, que dependemos totalmente de Dios.
“¡Estamos en las manos de Dios!”, dirían las abuelas llevándose las manos a la cabeza.
El Catecismo de la Iglesia nos dice que Dios mantiene y conduce la creación:
“No solo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser”
(CIC, 301),
Es decir, que existimos porque Dios está pensando en nosotros cada instante y existimos mientras Dios siga pensando en nosotros.
¡Qué impresionante! Yo sigo existiendo porque Dios ahora mismo está pensando en mí. El día que Dios deje de hacerlo, yo dejaré de existir. Es un Dios que, innecesariamente (por puro amor), piensa en mí las 24 horas del día.
A mí me parece que esto es impresionante y si no impresionante al menos conmovedor. Dios no puede, no quiere, dejar de pensar en mí.
Pero volviendo el relato del Génesis, a nosotros muy pronto se nos olvidó de dónde habíamos venido. Ese: “del polvo vienes” y nos creímos ese cuento de la serpiente de que podíamos dejar de ser polvo, para ser como dioses.
Dice la Sagrada Escritura:
“Conocedores del bien y del mal”
(Gn 3,5).
Cada tentación es muy fuerte, de hecho, esa tentación la seguimos sintiendo nosotros cada día.
ANDAR POR LA VIDA CON LOS OJOS CERRADOS
Y narra la Biblia que el efecto inmediato de la desobediencia fue:
“Se les abrieron los ojos”
Se podría pensar que eso tampoco es una tragedia, porque a nadie le gusta estar por la vida con los ojos cerrados, pero el problema es que antes de ese momento, nuestros ojos eran Dios.
Para conocer el bien y el mal, -que es lo que nos había prometido la serpiente con sus engaños-, nosotros antes contábamos con un método que era infalible y muy sencillo:
“Bastaba solamente preguntarle a Dios qué es lo bueno y qué es lo malo y confiar en Él, confiar literalmente, ciegamente.”
Pero después del pecado se nos abrieron los ojos y ahora preferimos confiar en nuestros propios ojos que, -dicho sea de paso-, tienen una mirada desordenada.
Porque dice también el Génesis:
“A Adán y Eva se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos”
(Gn 3,5).
Eso implica el desorden en la mirada, que ya han dejado de ser niños pequeños que confían ciegamente en sus padres y ahora pasan a ser unos adolescentes rebeldes que creen que se las saben todas.
Por eso, ese “polvo eres” de la Liturgia de hoy, es también una llamada a la conversión a Dios.
Más que una humillación (que, por cierto, en latín viene de humus, que significa polvo, “tierra”), es una invitación a recordar de dónde venimos y a darnos cuenta de que nos va mucho mejor mirando con los ojos de Dios que con los propios ojos y confiando en su criterio.
Pero hay que reconocer cuanto nos cuesta esto de dejar de ver “nosotros” y confiar en lo que ve Dios. ¡Cómo nos cuesta!
CONOCEDORES DEL BIEN Y DEL MAL
Se nos abrieron los ojos y la soberbia nos impide cerrarlos para que nos guíe Dios. Nos creemos que con estos ojos somos conocedores infalibles del bien y del mal.
Y por eso nos vienen con tanta facilidad la crítica, la murmuración, el chisme, la calumnia, los juicios temerarios, el pensar mal de los demás creyendo que somos poseedores absolutos de la verdad, que las cosas son como las vemos nosotros, que tenemos todos los datos para juzgar correctamente, cuando en realidad solo la mirada eterna de Dios puede verlo todo con objetividad.
¡Por eso se dice normalmente solo Dios puede juzgar!
Dice el salmista:
“Todavía estando yo sin forma, como un embrión tal vez, me veían tus ojos, pues todo está escrito en tu libro, mis días estaban todos contados antes que ninguno existiera”
(Sal 139,16).
Y con esto llegamos a la conclusión de que, si tan solo Dios me prestara sus ojos, yo no me equivocaría nunca.
Pues, esa es precisamente la invitación de cada Cuaresma, una cuaresma como la que empieza hoy.
Por eso, añadía san Josemaría esta plegaria en su Viacrucis:
“Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias”.
Sin esta careta forjada por mis miserias se ve mucho mejor; es más fácil ver todo como lo ve Dios.
Pero nos cuesta ver como ve Dios, porque el pecado nos dificulta a confiar en Él.
Volviendo al relato del Génesis, justo después de la caída:
“Oyeron el ruido de los pasos de Dios (…) y se ocultaron a la vista de Yahvé por entre los árboles del jardín”
(Gn 3,8).
Esa es una señal clara de que esa relación armoniosa se ha roto. Ahora es más difícil el trato sencillo y de confianza con Dios.
DIOS PUEDE SACAR ALGO BUENO DE MIS TRAGEDIAS
Y esto, no solo para Adán y para Eva, sino para cada uno de nosotros.
También nosotros sentimos el efecto de nuestros pecados. Nos cuesta confiar en los planes de Dios, nos cuesta ver la Cruz en nuestras vidas como la ve Dios.
No vemos cómo Dios puede sacar algo bueno de mis tragedias, tan prolongadas o tan agudas.
Sí, es que hasta nos cuesta identificar nuestros pecados con la rapidez y con la claridad con que los ve Dios.
Esta es una típica cosa del confesionario: Padre, vengo a confesarme, pero la verdad es que yo no tengo muchos pecados, yo tengo poquitos o los que tengo no son tampoco tan grandes… ¡Es que siempre hay excusas!
“Por eso, Señor, con tu ayuda, que este inicio de la Cuaresma nos recuerde de dónde venimos. Es que somos polvo delante de Dios, que dependemos totalmente de Él, hasta para existir.
Que la mejor decisión que podemos tomar en nuestra vida, es confiar en todo momento, en el modo en que Dios ve las cosas, la visión de Dios sobre los demás, sobre mi historia, la visión de Dios sobre mí mismo.
Si nos fijamos en la vida de los santos, muchas de sus conversiones, empiezan así: ellos se dan cuenta de la mirada amorosa de Dios sobre ellos, que no son nada, que son menos que polvo.
Y entonces se deciden a confiar en ese alguien, que es el único que los ha mirado así, el único capaz de enamorarse perdidamente de alguien así.
Y yo creo que allí también podemos nosotros sacar fuerza para decir “Sí”, un sí rotundo, un SÍ para la conversión, para entregarle a Dios un cheque en blanco.
“Señor, escribe en este cheque lo que quieras, para dejarnos moldear por ese alfarero, que si nos devuelve al polvo es porque quiere hacer de nosotros un vaso nuevo.