Aunque suene contradictorio lo digo de todo corazón. Es verdad que sólo existe una oportunidad para causar una primera buena impresión, así como un único momento para hacer algo por primera vez. Pero en este caso específico, recibir a Jesús en la Eucaristía, puedo decir con sinceridad que esa espera e ilusión, anticipando el momento del gran encuentro, yo lo he podido experimentar idéntico tres veces.
Mi primera comunión se dio de una forma totalmente espontánea, sin fiesta, ni preparativos, ni traje blanco, ni grandes arreglos de flores. Yo tenía ocho años y estaba con mis padres en Miami por unos chequeos médicos y un pequeño procedimiento que no debía durar más de 30 minutos. Llegada la hora de la cita acudimos a la clínica de quien entonces era mi otorrinolaringólogo. Me iban a colocar unos tubitos en los oídos para drenar el líquido que pudiera infiltrarse. Todo iba muy bien, el tubo de mi oído derecho quedó puesto y pasábamos al oído izquierdo. Los cálculos del médico no pudieron prever que, dada mi cardiopatía congénita, mi anatomía interna era bastante irregular y al introducir el segundo tubo pinchó directamente la yugular. Ya se podrán imaginar el cuadro, la sangre salía de mi oído como chisguete y el doctor angustiado con la situación y nervioso de una posible demanda, hizo un “pack” de gaza con el que tapó mi oreja, y en su mismo coche nos llevó hasta la sala de emergencias de otro hospital… Así me encontraba yo, con mi bata blanca bañada en sangre, un dolor terriblemente agudo, esperando una intervención quirúrgica. Paralelo a todo esto, por televisión mis padres y yo veíamos las noticias: ¡Habían intentado asesinar a Juan Pablo II! Era 13 de mayo de 1981 y en los telediarios no existía otro tema. ¡El Papa está herido de muerte!
Mientras esperaba a que el médico me atendiera, a lo lejos vi pasar a un sacerdote y yo comencé a llamarlo diciéndole: “Quiero recibir a Jesusito… Quiero recibir a Jesusito.”
– ¿Qué dice la niña? – preguntó el sacerdote a mis padres.
– Que quiere recibir a Jesús – contestaron mis padres.
– ¿Pero ya ha hecho su Primera Comunión?
– No – confesó mi mami.
– Pregúntele ¿por qué quiere recibir a Jesús?
– Para pedirle que cuide al Papa y que me quite este dolor – contesté yo casi sin pensarlo.
– ¿La niña está preparada? ¿Sabe lo que va a hacer? – preguntó nuevamente el sacerdote.
– Absolutamente – afirmó mi madre. Yo misma la he preparado.
Cuando el sacerdote accedió a mi pedido inmediatamente mis padres se dispusieron hacer de esa pequeña habitación de hospital un lugar digno para recibir a tan majestuoso Huésped. Mi mami se fue corriendo a buscar flores en las jardineras que rodeaban la entrada del hospital y luego puso en dos vasitos de papel. Mi padre por su lado, salió disparado al gift shop para comprar un angelito de plástico que es el único recuerdo que tengo de aquel momento sin igual, y que guardo hasta el día de hoy como uno de mis tesoros más preciados. Los dos ramos de flores rojas que consiguió mi mamá los pusimos en la mesita con ruedas (donde comen los pacientes) junto al angelito, y por mantel mi papi sacó su pañuelo blanco para dar mayor dignidad a la ceremonia. Mis padres me cuentan que cuando estaba ya lista para recibir a Jesús, todas las enfermeras que se encontraban en mi habitación se arrodillaron, y en un silencio piadoso pude yo abrazar a Quién había esperado por tanto tiempo.
La segunda vez que hice mi Primera Comunión fue más de tres meses después del trasplante, una cirugía que acabó con todas mis fuerzas y todos mis músculos. Del 17 de septiembre al 6 de octubre los médicos me habían entubado y des-entubado cuatro veces porque, a pesar de mis nuevos pulmones y mi nuevo corazón, yo no era capaz de respirar profundamente para así expulsar el bióxido de carbono y los líquidos que aun quedaban en mis pulmones. Ese 6 de octubre, día de mi cumple, fue Adrián quien me daba la noticia: Los médicos pensaban que la única forma que yo iba a poder respirar como lo necesitaba era con una traqueotomía. ¡Vaya regalo de cumpleaños que me estaban dando! Pero recuerdo perfectamente la voz de mi marido en ese momento: “Cielito, ¿confías en mi?” ¡Por supuesto que confiaba! Confiaba –y lo sigo haciendo- mucho más en él que en los mismos médicos… “Esto es lo que los especialistas están proponiendo –continuaba mi marido- Estamos en uno de los mejores lugares del mundo en trasplantes, con los mejores equipos médicos del mundo. Si ellos nos dicen que esto es lo que hay que hacer, pues creo que es lo que debemos hacer.”
Así, más por amor a mi marido que por cualquier otra cosa, acepté que ese día me hicieran la traqueotomía. Pensando que esto significaba 10 pasos hacia atrás y sin ver muy bien la luz al final del túnel, acepté la voluntad de Dios y a su vez la de los médicos. Y al día siguiente entendí por primera vez en mi vida lo que era ¡respirar de verdad! Sentir los pulmones llenos y el esternón subir y bajar con el aire, sentir el oxígeno llegar casi hasta mi estómago. ¡Era algo nuevo y maravilloso! Antes de cumplir el mes de respirar con esta maquina, me fueron cerrando en hueco que había en mi tráquea. Primero cambiaron el tamaño del tubo a uno más pequeño, a la semana, lo cambiaron nuevamente. Todas las semanas preguntaba a los médicos se podía recibir la comunión que el Padre Jim traía diariamente a mi mami y mi marido, “aunque sea un trocito casi invisible”, les rogaba. Pero no me permitían comulgar ni comer por el riesgo de infección que se daría en el caso que un pedacito de alimento terminara en mis pulmones en vez de mi aparato digestivo.
A los 3 meses (desde que se dio la cirugía) cuando ya habían sacado la máquina de mi traquea, los doctores accedieron a mi pedido. ¡Que emoción! ¡Cuánto había yo esperado este momento! Con mi mami y mi marido comenzamos todos los preparativos. Como no me permitían tener cerca ningún tipo de plantas o animales, esta vez mi mami me animó a hacer flores de papel con las servilletas del hospital. Logramos hacer todo un ramillete de rosas blancas que pusimos (nuevamente) sobre la mesa de ruedas, y como mantel una servilleta de tela. Cuando llegó el padre Jim a su visita diaria todo estaba isto. Mesa, mantel, flores… Me había sacado la bata de hospital y me puse una de mis pijamas para estar más presentable. Mi mami y Adrián se arrodillaron y yo recibí a mi Jesús de las manos del sacerdote que partía la Hostia con la punta de sus dedos y colocaba el pedacito en mi lengua. “¡Cuánto te he extrañado Señor mío y Dios mío!”, le repetía una y otra vez a Jesús. Después de un momento, cuando el padre Jim estaba por salir le dimos el ramo de flores de papel para que él –en nombre nuestro- se lo pusiera a la Virgen del oratorio de su casa.
La tercera vez fue ayer, día del Corpus Christi. Esta sí era la primera vez que recibía mi Primera Comunión fuera de un hospital; pero los motivos de mi abstinencia eucarística son también motivos de salud. Yo soy lo que los médicos consideran “un paciente de alto riesgo”. Más de una semana antes de que en Texas se implementaran las medidas de distancia social y los protocolos de aislamiento, el equipo de trasplantes de Stanford Hospital me llamó para pedirme que comenzara junto con Adrián una cuarentena voluntaria, lo que significaba que nadie entraba ni salía de mi casa. Con absoluta sinceridad puedo decir que yo vi este momento de mi vida, que llegaba sin pedir permiso, como una gran oportunidad. Era el momento de iniciar varios proyectos que habían quedado relegados: el libro, el máster, organización profunda de mi hogar… Lo único que realmente me pesaba era no poder ir a misa y recibir al Señor; y lo escribí en el post de esa semana. “Es como si a un avión le quitan la gasolina y le dicen, ahora si a volar!”, fue lo que literalmente lo que puse.
Pero, como dice el dicho, “no hay mal que dure 100 años ni cuerpo que lo resista”; ayer llegó el día en que la enfermera coordinadora del equipo de trasplantes me dijo que si existía una forma de asistir a misa al aire libre, lejos de toda la gente, llevando todos los protocolos necesarios, podría hacerlo. El viernes pasado nos reunimos a rezar el rosario –via zoon- con un grupo de amigas de la parroquia. Ya todas habían podido asistir a misa ahora que bajaron las medidas de aislamiento en Texas. Todas menos yo. Les conté un poco mi situación personal y fue Letty (¡cuánto se lo agradezco!) la que me dio la idea. “María Paula, en la ermita de Schoenstatt la misa se celebra en el jardín y tu puedes quedarte en tu carro si quieres, o traer una silla plegable y sentarte en el estacionamiento” ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Mi Letti, que es de esas amigas de verdad, además me dijo que –para que yo estuviese tranquila- ella misma me traería la comunión hasta mi puesto… Pues ayer, a las 9:45 de la mañana estaba ya dispuesta y estacionada frente a la ermita, lista para misa de 10:00 am. Me bajé del coche con un paraguas para cubrirme del sol intenso que iluminaba esta bellísima ceremonia, y me senté en el último banco, cerca del estacionamiento y lejos de todos los demás. Cuando vi a Letty llegar con uno de los ministros de la eucaristía no pude contener mi emoción. Recibir mi tercera Primera Comunión ahí, en ese banquito, acompañada, pero en soledad, me removió hasta las lágrimas. “Jesús, mi Jesús… ¡Nuevamente estás aquí! No te alejes nunca más!”
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