Uno de los trabajos más detestados de los judíos era el de publicano, consistía en ser recaudador de impuestos para los romanos, en realidad para Herodes, que se lo pasaba a la potencia dominadora. Cada cierto tiempo había que recolectar una cierta suma, no importaba cómo, no se sabe cuánto exigía el publicano a los judíos y cuánto se guardaba él.
Era odiado, y con razón: uno de su propio pueblo, que trabajaba para sus colonizadores y que además los explotaba. No podía, por tanto, comerciar, comer, ni orar con los demás judíos. En muchos ambientes eran “personas no gratas”, o se les veía como “pecador público”; por ejemplo, no se permitía a un judío casarse con alguien de una familia que tenía entre sus miembros a un publicano.
Nos cuentan los Evangelios que Mateo trabaja en Cafarnaún, la ciudad donde Jesús centra sus operaciones. Seguramente ya había visto a Jesús, muchas veces habría oído hablar de El, de sus milagros, de sus enseñanzas, pero quizá nunca pensó en hablarle, ni en acercarse.
La vocación
Pero un día, estando en el banco de los recaudadores, levantó su mirada, por así decir, “se distrajo” de sus ocupaciones, de su ambición, de su vida reducida a lo material, a lo pasajero; y se encontró con la mirada de Cristo.
El Señor lo miraría con cariño, una mirada de misericordia, que llena de esperanza, de visión sobrenatural, y le dijo: “Sígueme” (Mt 9, 9). San Josemaría decía que la vocación cristiana es un “mandato imperativo de Cristo”. Es lo que vemos en Mateo que: “dejadas todas las cosas, se levantó y le siguió”.
No se puso a hacer planes, a prever cada cosa, las consecuencias de su decisión, no se reservó nada, fue una respuesta generosa y llena de fe. Como a San Mateo, también a nosotros nos llama en nuestro sitio de trabajo o de estudio.
Se lee en la Colecta de la Misa de la fiesta “Oh, Dios, que por tu infinita misericordia elegiste a San Mateo, para convertirlo de publicano en Apóstol de tu Hijo; concédenos, por su ejemplo e intercesión, seguir a Cristo y entregarnos a El plenamente”. Y estas palabras son para todos, no solamente para los Apóstoles, o para unos cuantos tipos especiales.
Vocación Universal
Dios tiene previsto desde toda la eternidad una vocación para cada uno. El Señor nunca obliga, respeta nuestra libertad, y hasta tal punto que puede dejarnos ir tristes, como al joven rico, que se recoge que tenía muchas riquezas, muchos proyectos personales, muchos planes; y respondió que no.
En cambio, del sí, de la entrega al cumplimiento de la voluntad de Dios, de la correspondencia a la vocación, únicamente viene la alegría, una alegría que nada ni nadie puede opacar: Mateo, gozoso, preparó un banquete para Cristo y sus discípulos, e invitó a sus amigos, publicanos como él. La alegría de la conversión y su consecuencia lógica: el apostolado es compartir porque el bien es difusivo por sí mismo.
Cómo actúa Dios
Dios elige a quien quiere, sin tener en cuenta los prejuicios de los hombres. Además, porque esa elección comporta también una conversión, lo podemos comprobar con san Mateo, y más todavía con san Pablo.
Su nombre, Leví, fue cambiado por el de Mateo, que significa “el don de Dios”. Mateo pasa a ser hijo de Dios, en el sentido más estricto de la palabra. Su vida ahora es otra: ya no le importa pasar penalidades, incomprensión, sufrimiento, pobreza… ¡Está con Jesús! ¡Es uno de sus discípulos predilectos! Y no solo siguió a Jesús, sino que después se dedicó a difundir su doctrina: el Evangelio y los viajes: Palestina, toda Judea, Persia y otras naciones de Oriente.
La vocación cristiana es una auténtica aventura: hay que llegar hasta los últimos rincones de la tierra, lo recoge el mismo Mateo: “Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos y enseñándoles a guardar todo lo que Yo os he mandado”.
Estaba tan convencido de la llamada divina, de las bondades de la doctrina cristiana, de los frutos de su trabajo por Cristo, que no dudó en llegar hasta el martirio.
Quien encuentra a Cristo y le sigue, encuentra también a su Madre y le sigue: así, San Mateo es quien cuenta todo sobre la genealogía, la concepción y la infancia de Jesús. ¿Quién se lo contaría?: seguramente la Santísima Virgen: de sus propios labios escucharía todo… ¡Qué tertulias, qué largos ratos de conversación!
Todo empezó con una mirada. Acudamos a San Mateo para pedirle que sepamos encontrar en nuestro camino la mirada de Cristo.