La misa: donde el cielo toca la tierra y el Amor transforma vidas
Jesús, el enamorado más loco, al ser Dios mismo, es el único que puede hacer promesas atrevidas y cumplirlas.
Así, nos invitó a comer del Pan bajado del cielo, su Carne, beber su Sangre, tener vida con Él. Por eso, acudir a la misa para entrar en comunión con él, es mucho más que un precepto de la Iglesia.
Más que un mandamiento o una cita semanal (aunque lo sea), esta oportunidad es un encuentro profundo y personal con el amor infinito de Dios.
Además, en este espacio sagrado, donde el cielo se encuentra con la tierra, no solo recordamos lo que Jesús hizo por nosotros, sino que participamos activamente en ese mismo sacrificio, recibiendo una gracia transformadora que puede cambiar nuestras vidas por completo.
Sin embargo, muchas veces no comprendemos del todo la magnitud de lo que ocurre en cada celebración eucarística.
¿Cuánto vale una misa?
A veces, asistimos a la misa por costumbre o porque creemos que es simplemente un mandamiento que debemos cumplir. Pero la misa es un tesoro mucho más profundo: es una invitación personal de Jesús para experimentar su amor de manera tangible.
En cada misa, Él se hace presente, esperando darnos la gracia necesaria para transformar nuestras vidas. Nos encontramos frente a un misterio de amor: Dios se hace pequeño, tan pequeño que se oculta en un pedacito de pan para que podamos recibirlo.
Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención
Este gesto, tan sencillo y a la vez tan inmenso, está cargado de significado. Por eso, en la misa, no recordamos algo importante pero pasado; verdaderamente entramos en comunión con Jesús mismo, quien desea profundamente darnos lo que más necesitamos: su amor, su consuelo, su fuerza.
• Texto perteneciente al capítulo ‘La Eucaristía, misterio de fe y de amor’ en el libro ‘Es Cristo que pasa’ de Josemaría Escrivá de Balaguer.
La plenitud del amor en la Cruz
El acto central de la misa es el sacrificio de Cristo en la Cruz, un sacrificio que nos recuerda que el amor verdadero es entrega total. En este gesto radical de amor, Jesús nos mostró que amar significa donarse por completo, sin reservas. Y este mismo amor se hace presente en cada misa.
San Josemaría Escrivá decía que el amor tiene sus raíces en la Cruz, y es en la misa donde volvemos a vivir esa entrega de Jesús, quien continúa dándose a nosotros de manera incondicional.
Recapitulemos: Comulgar no es solo un acto simbólico, sino un verdadero encuentro con el Cristo que nos amó hasta el extremo. En la Cruz, Él consumó la plenitud del amor, y en la Eucaristía, ese amor se hace presente nuevamente para transformarnos.
Ser uno… con Él
Al recibir a Jesús en la Eucaristía, su gracia comienza a obrar en nosotros, moldeándonos cada vez más a su imagen y semejanza. Así como una gota de agua se disuelve en el océano, al comulgar, nos unimos tan íntimamente a Cristo que comenzamos a parecernos más a Él.
Este proceso no ocurre de inmediato, pero con cada comunión, vamos avanzando en nuestra santificación. La gracia que recibimos en la misa nos capacita para amar más, sacrificarnos más y vivir de acuerdo con los principios del Evangelio.
Nos permite, incluso en nuestra debilidad humana, actuar con la misma generosidad y entrega que caracterizan el amor de Cristo. Y lo más hermoso de todo es que Él no nos pide perfección, solo una buena disposición. Él hace el resto, transformándonos día a día.
El cielo en la tierra
A veces, podemos caer en la tentación de pensar que la misa es larga o aburrida, sin darnos cuenta de la inmensidad de lo que está ocurriendo. No es solo un grupo de personas reunidas en una iglesia, sino toda la corte celestial adorando a Dios junto a nosotros. ¡Todo el cielo está presente!
Y lo más importante, Jesús mismo está ahí, vivo y operante, entregándose nuevamente a nosotros. La gracia disponible en la misa es infinita, y lo único que nos limita para recibirla es nuestra capacidad de apertura.
Si redescubrimos esta realidad, nuestra actitud hacia la misa cambiará por completo. Ya no será una carga o una obligación, sino un regalo inmenso e inmerecido, un lugar donde Dios nos espera para darnos su vida.
Y en cada misa, con cada comunión, nos acercamos un paso más al cielo, recibiendo la fortaleza para vivir como discípulos de Cristo en el mundo.