El mes de noviembre está dedicado a los fieles difuntos: aquellos que han acabado su vida terrena y se encuentran aún en estado de purificación en el purgatorio. Con motivo de esta ocasión, Tere Domínguez O. reflexiona sobre la realidad de la muerte y nos comparte un pasaje familiar.
La muerte es un tema casi prohibido en nuestra sociedad. Aparece como una ficción en las películas, en los libros y no como una realidad que nos llegará. No se quiere pensar en la muerte. Los mensajes van encaminados a prolongar la vida terrenal. Pero no hay nada más real que la muerte.
¿Qué es la muerte?
El Catecismo de la Iglesia Católica dice que la muerte es la separación del alma y del cuerpo. Este cae en corrupción mientras el alma, que es inmortal, va al encuentro del juicio con Dios y espera a volverse a unir al cuerpo cuando este resurja en la segunda venida del Señor.
Si somos católicos debemos estar siempre preparados para la muerte. Que no nos encuentre en oscuridad, en pecado. Como decía hace unos días uno de los sacerdotes en las meditaciones de los 10 Min con Jesús: hay que tener siempre las lámparas encendidas.
Por esto es importante la confesión frecuente. Al hacerlo minimizamos las manchas que puedan quedar en nuestra alma al momento de morir.
Cuántas veces no hemos escuchado en los funerales o en las misas de un día como hoy lo siguiente:
“La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
Estas palabras están cargadas de esperanza: la muerte cristiana tiene un sentido positivo. Si bien a muchos les pudiera embargar un sentimiento de tristeza en un día como hoy, creo que nos tendría que dominar una serena alegría, la de quien cree que quienes han muerto en Cristo participan de su vida plena.
El adiós en lugares santos
Antes quería que al morir esparcieran mis cenizas en el mar más que todo pensando: al pasar los años, ¿quién rezará por mí? ¿Quién irá a visitar mi cripta? Incluso le había manifestado a mi esposo mi deseo y el lugar elegido. Pero ahora, reflexionando sobre la realidad de la muerte, he cambiado de opinión.
La congregación para la doctrina de la fe aclara lo referente a este tema cuando dice: «la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios y otros lugares santos favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad».
Debido a que tengo a varios amigos que han esparcido las cenizas de sus seres queridos, consulté a una supernumeraria y un sacerdote del Opus Dei . En resumen, me dijeron que la Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos ya que con ello se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, aunque al esparcir sus cenizas los privaron de que oraran por ellos en los lugares santos.
Lo cierto es que Dios no tiene imposibles y siempre cumple sus promesas; en el fin de los tiempos, el alma se unirá con el cuerpo. Dios tiene control hasta de las partículas de polvo. Dios puede hacer que todo material que estuvo en nuestro cuerpo vuelva a unirse, estén donde estén.
La despedida que no pude realizar
Al momento de pensar este post me resultó inevitable no rememorar la despedida que no pude realizar: la de mi padre. El pasado 31 de octubre cumplió treinta y dos años de haber muerto. Su vida terrenal terminó a los 53 años. El mismo día que yo di a luz a mi segundo hijo, él se encontraba hospitalizado ya que no se había estado sintiendo bien. Sin embargo, estábamos en hospitales diferentes.
Ese mismo día falleció plácidamente mientras dormía. Mi mamá, de 46 años, quedó impactada. Mis hermanos estaban muy jóvenes, así que su hermano mayor fue quien tomó la batuta de la situación y organizó el entierro rápidamente. Para no afectarme emocionalmente, ya que quería amamantar a mi hijo, no me dijeron nada hasta el día siguiente, cuando ya los preparativos para el funeral estaban anunciados y eran inminentes.
No pude ir a su entierro: sentí mucho dolor por no haber podido despedirme de él. Me tomó muchos años cerrar esta herida.
El purgatorio
Por mucho tiempo sentí como si mi papá se hubiera ido a un viaje. Y efectivamente así era: había ido a encontrarse con Dios en su morada celestial. O al menos eso espero que haya pasado. Como todos, él tenía sus defectos, pero en general era un hombre muy bueno, que nunca le hizo mal a nadie. Confío en que si no fue directo al cielo porque tenía algo que filtrar, se haya detenido en el purgatorio.
Como me decía el padre en dirección espiritual hace unos días: el purgatorio no es un castigo, sino la esperanza de que estamos en vías de ganarnos el cielo y que nos hemos librado del infierno. Una vez que uno llega al purgatorio ya no es posible ir para el infierno, ya nos libramos de él. El castigo es el infierno.
Así que todos esos fieles difuntos que están en el purgatorio buscando purificar su alma necesitan de cada uno de nosotros para poder llegar al cielo. Necesitan de nuestras oraciones, de las misas y rosarios que ofrecemos por ellos, de las limosnas, indulgencias y obras de penitencia.
El papa Francisco dijo hace poco que rezáramos por los que han muerto por la pandemia. “La mayoría han muerto solos, sin la caricia de sus seres queridos, muchos de ellos sin siquiera con el funeral. Que el Señor los reciba en su gloria”.
Este año mandé a oficiar la primera misa por cuenta mía a mi papá. Siempre ha sido mi mamá quien las ha mandado a hacer. También estoy rezando por su alma en mis rosarios diarios. La cripta donde están sus cenizas todavía está cerrada. Espero poder ir pronto a visitarlo.
El cielo y la vida eterna
Ahora bien, los que mueren en gracia de Dios, sin pecado, van directo al cielo sin hacer ninguna escala. Forman la iglesia del cielo en donde ven a Dios cara a cara. Según el catecismo de la Iglesia católica, el cielo es el estado de la felicidad suprema y definitiva.
Yo ansío llegar al cielo. De hecho, desde que tengo uso de razón he creído que al morir iría al cielo. Pero no es hasta hace pocos meses que voy comprendiendo la dimensión de este hecho.
Buscar la santidad en la tierra es el camino que nos permite ganar el cielo en la tierra.
Vivir imitando la vida de los santos. No hay otra forma. Y si por alguna circunstancia uno siente que va a morir, es cuando nos enfrentamos a la realidad de cómo realmente tenemos el alma y si estamos listos de llegar a ese momento.
Los que han muerto como cristianos, si Dios los ha acogido en el purgatorio o en el cielo, están en la espera de la resurrección de la carne y de la vida eterna. De hecho, en el credo lo reafirmamos cuando decimos: “Creo en la resurrección de la carne” y “creo en la vida eterna”.
La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte de un cristiano. Esta vida eterna no tendrá fin y será precedida por un juicio particular por parte de Cristo, juez de los vivos y muertos, y ratificada en el juicio final. Y tal cual decimos en el credo: “…y su reino no tendrá fin”.
La eternidad es aquella vida a la que estamos llamados, que ilumina y da esperanza a la vida terrena.
Hace unos días, en una de las meditaciones el padre decía: “Si miramos con ojos de la tierra estamos predispuestos a decir: vamos de la vida a la muerte. Pero Jesús le da un giro a esto y nos dice: vamos de la muerte a la vida plena. Estamos en camino, y en peregrinación a la vida plena. Por lo tanto, la muerte está detrás, no delante de nosotros. Delante está Dios. No podemos perder de vista que tenemos por delante una vida plena y para siempre”.
Ahora te pregunto:
¿Qué estás haciendo para ganarte la vida eterna?
¿A qué fieles difuntos de mi familia tengo olvidados?