En el Cielo hay muchos santos… pero solo hay santos. Cada uno con un carisma y una personalidad particular, «articulada» de manera perfecta por Dios, para que pueda corresponder a la perfección con su Voluntad y caminar hacia el Cielo.
Todos tan únicos y distintos, todos tan santos. Entonces, contemplando sus diferencias… ¿qué tuvieron en común?
Porque el rosario no existía desde los primeros momentos del catolicismo; hay santos que no llegaron a conocerlo o rezarlo. La Eucaristía, si bien estuvo presente desde que Jesús la instituyó, no se distribuía diariamente, y aún así hay santos de los primeros siglos…. ¿El apostolado? ¡Hay tantas formas de hacerlo y cada tiempo tuvo sus acentos distintos!
Aunque las devociones variasen, las formas de evangelizar cambiasen según las necesidades de cada tiempo… cada santo tenía presente la necesidad de la oración.
No hay santidad sin oración
«¿Santo, sin oración?… -No creo en esa santidad», escribió san Josemaría en Camino. Es que… ¿cómo llegar a habitar con Dios si no le conocemos primero? ¿Cómo amar sin entablar amistad primero? ¿Cómo conocer ese amor y cómo se manifiesta, sin contemplar a Quien ama, al Amado y al Amor que procede de esa relación?
Solo conociéndole, podremos entender cómo parecernos a Él. Y, de esa manera, cuál es el camino para poder vivir con Él. La santidad no es más que eso: perfeccionarnos en el Amor y, al hacerlo, identificar nuestra personalidad con la de Cristo. Así – en lugar de, como se cree, «ser menos nosotros» – seremos «más nosotros»; seremos más santos y eso es acercarnos y vivir el sueño que Dios tejió para nosotros cuando quiso que seamos partícipes de una vida divina donde la felicidad y el amor no terminan.
Amar, camino hacia la santidad… que es amor. Visión perfecta de quien aprendimos a conocer en esos ratos.
Pedir la gracia en la oración
La «gracia» es un don de Dios, al que no tenemos «derecho»; es entregado por completa generosidad y amor de Él hacia nosotros.
Cuando hablamos de la «gracia santificante», hablamos de dones sobrenaturales e interiores, que nos son dados para nuestra propia salvación – de vuelta, no porque lo merezcamos sino porque se nos concede por los méritos de Jesucristo que nos redimió -; es una preparación para el Cielo… es necesaria para ver a Dios.
Es necesaria para ver a Dios, pero es Dios (Espíritu Santo) el que habita en nosotros si no perdemos ese estado de gracia. La vida interior, la participación en la vida con Dios crece con la oración (y los sacramentos, claro).
¿Por qué te cuento todo esto? ¡Es que es tan importante tratar a Él, al Espíritu Santo (el Santificador), para pedirle que actúe en nuestras almas, para que no le perdamos, para que le escuchemos ahora y así podamos verle (por completo) para siempre, en el Cielo!
Los santos son los que se mantuvieron en esa gracia. Sigamos su ejemplo de oración y trato cercano con Dios, con la Santísima Trinidad, para recibir y acoger la gracia que necesitamos para vivir también una vida santa.
Oraciones inesperadas
San Josemaría también nos invitaba a que descubramos a Dios en lo ordinario; si no lo encontramos ahí, no le encontraremos nunca.
La oración nos ayudará a descubrir al Dios que aparece encontradizo – o que, a veces, solo por nuestro bien, se esconde para que le busquemos con más ardor- en cada rinconcito de nuestro día a día.
A la vez, cada hora del día, en cada tarea, en cada trabajo, en cada encuentro con amigos, en cada cansancio, en cada carcajada… nos ayudará a elevar el corazón hacia lo alto. Levantar los ojos y decir: «¡gracias!», «¡perdón!», «¡ayúdame más!», palabras que elaboraban una jaculatoria que solía rezar con frecuencia el beato Álvaro del Portillo.
Ahora, son algunos aspectos y actitudes que se alimentan mutuamente: la oración nos ayuda a no perder la presencia de Dios; perseverar para no perder la presencia de Dios nos ayudará a ahondar en los ratos de oración.
Porque, si bien todo se puede convertir en oración – y es lo que hacemos cuando tenemos esa presencia de Dios en el trabajo, en la familia, en las mortificaciones –, no hay que descuidar los ratos exclusivos y privilegiados donde ponemos toda nuestra atención para hablar con Él, de tú a tú.
Frente al Sagrario o en un lugar reposado, donde procuraremos no distraernos y decirle: «Aquí estoy. ¿Qué quieres de mí?». También, contarle nuestras cosas, escuchar las Suyas.
Por último
En una reciente meditación, el sacerdote que la dirigía mencionó que la oración es como un ancla. Es lo que nos permite permanecer estables. La oración profunda es el ancla de la vida espiritual.
Eso me hace pensar que sería tonto deshacernos de ella por considerarla «pesada». Algo como «mejor la dejo en el puerto o la tira en mar, para qué cargarme con ella». Al contrario… tal vez sea lo único que nos sostenga, nos ayude a permanecer firmes, en los momentos de tormenta, en los que sentimos que podríamos ir a la deriva.
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