Hubo un tiempo en que creí que lo estaba haciendo bien. Me entregué por completo a mi familia, a mi esposo, a las responsabilidades del día a día, con la idea de que así se construía una vida cristiana. Pensaba que mi relación con Dios estaba bien, porque oraba, asistía a Misa y procuraba vivir los valores en los que creía. Sin embargo, con el paso del tiempo y los cambios en mi vida, me di cuenta de algo profundo: mi primera relación de amistad, la más importante, había fallado.
Dios no era realmente mi prioridad. No porque lo hubiera dejado fuera, sino porque lo tenía en un lugar secundario, entremezclado con todas mis otras ocupaciones. Me preocupé tanto por dar lo mejor de mí a los demás, que sin darme cuenta, había dejado en segundo plano al único que podía sostenerme de verdad.
Un Nuevo Comienzo: Poner a Dios en el Centro
Cuando todo en mi vida cambió, cuando lo que consideraba seguro dejó de serlo, me encontré en un punto de inflexión. No quería seguir con una relación tibia con Dios; quería encontrarlo de verdad, hacer de Él mi prioridad. No como un hábito, sino como el centro de todo.
Recomenzar esta amistad no fue inmediato, pero con pequeños pasos fui reconstruyendo mi vida espiritual. Retomé la oración como un diálogo sincero, no como una rutina vacía. Sigo luchando en esto todos los días.
Aprendí a escuchar en el silencio, a encontrar a Dios en la adoración, en la Misa, en la lectura espiritual. Poco a poco, mi corazón se fue ordenando, y con ello, también mis relaciones.
Descubrir a María en mi Camino
En este proceso, mi madre María ha sido mi gran guía. Rezar el Rosario cada día, poniendo en cada misterio mis intenciones, me ha dado una paz especial. Ver en ella ese modelo de dulzura, de entrega, de confianza en Dios, me ha ayudado a ser más amable, a dejar de lado mis frustraciones y a encontrar el verdadero camino.
Una de las frases que más ha marcado este tiempo ha sido la que pronunció en las bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Convertí estas palabras en una jaculatoria, repitiéndolas en mi interior hasta que realmente las hice vida.
Esta pequeña oración me ha ayudado a ver a mis hijos con más empatía, a recordar que no se trata de lo que yo quiero o espero de ellos, sino de cómo Dios me pide que los ame y acompañe.
Un corazón más empático con mis hijos
Uno de los aprendizajes más grandes en este proceso ha sido la lucha por ser más comprensiva con mis hijos. Antes, a veces los veía desde mis expectativas, desde lo que yo creía que era lo mejor para ellos. Ahora, trato de mirarlos con más amor, sin prejuicios, sin exigirles que reaccionen o vivan las cosas como yo lo haría.
Escuchar sin interrumpir, darles su espacio sin presionarlos, respetar sus silencios sin tomarlo como algo personal… Son pequeños actos de amor que me han ayudado a fortalecer nuestra relación. Me debo esforzar cada día por ser una madre que los acompañe sin sofocarlos, que los guíe sin imponer, que los ame en libertad.
Un nuevo perfil de amistades
Cuando Dios ocupa el primer lugar, todo lo demás se acomoda. Y así fue también con mis amistades. Me di cuenta de que muchas de mis relaciones anteriores estaban basadas en cosas superficiales: conversaciones sin profundidad, amistades que no trascendían o incluso me auto exigía por querer encajar.
Ahora, sin embargo, busco amistades diferentes. Amigos con los que pueda compartir valores, que me hagan sonreír, que tengan temas en común conmigo, pero sobre todo, que me ayuden a ser mejor persona. Amistades en las que no haya exigencias ni imposiciones, sino escucha, respeto y cariño sincero.
También aprendí que la amistad es un camino de ida y vuelta. No se trata solo de recibir, sino de dar. Y el don de la amabilidad ha sido clave en esto: preocuparme por los demás, escribir un mensaje sin esperar respuesta inmediata, estar presente en los momentos importantes, celebrar la alegría del otro sin comparaciones ni envidias.
Rodeada de nuevas alegrías
La vida, en su infinita capacidad de sorprendernos, me ha llenado de nuevos amigos. Personas que me escuchan sin querer imponerme sus ideas ni que yo tenga que imponerles las mías. Amigos que me aceptan como soy, que se preocupan por mí, que me recuerdan que no estoy sola. Amigos con los que puedo reír, bailar y compartir momentos sin filtros ni máscaras.
Pero también he aprendido a valorar más cada relación, a estar presente de una manera más auténtica y consciente. No se trata de dejar atrás a nadie, sino de dar lo mejor de mí a quienes Dios pone en mi camino, dedicando tiempo y cariño a quienes suman a mi vida y a quienes puedo aportar con mi amistad.
Este nuevo comienzo ha sido un regalo. No ha sido fácil, porque mirar hacia adentro con honestidad nunca lo es, pero ha sido necesario. Hoy puedo decir con certeza que cuando Dios está en el centro, todo lo demás encuentra su justo lugar.
La oración no solo fortalece nuestra relación con Jesús, sino que también nos capacita para ser más comprenisivos, pacientes, y generosos con los demás. Que nuetra amistad con el Señor trascienda a nuestras amistades y que sirva de impulso para que éstas busquen su propio camino de amor y trato con Dios.
Y eso incluye las amistades que hoy llenan mi vida de luz.