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SANTA MÓNICA, MI MADRE

Santa Mónica y San Agustín Panamá

UN GRAN RECORRIDO

La reflexión en los años de haberme perdido, me llevó a sentir gran curiosidad por el pasado, en especial por la vida de una mujer que sería la pieza clave para innumerables y grandes cambios, un gran ejemplo para muchos; recordaba algunas cosas pero sentía que necesitaba saber más. Su vida no fue fácil —se podría decir que para nadie lo es—, pero su actitud y sus creencias la hacían muy llevadera.

Esta mujer era mi madre. Aunque por temporadas la veía; tampoco pudimos hablar de sus cosas, ya que estaba muy preocupada por mí y yo era el tema principal de todas nuestras conversaciones.

Yo no pensaba en ella, pero el vínculo, al ser su hijo, estaba siempre. Esto me llevó de regreso al lugar donde había nacido, tomé unas pocas cosas, siendo para mí lo más importante algo para escribir y con el tiempo no olvidar detalles.

DE REGRESO AL PASADO

Una vez instalado en la comarca caminé un poco, medité bajo el árbol de olivo que daba sombra en mi antigua casa y salí en busca de ese pasado al que un día decidí dejar atrás.

Que me hablaran bien de ella las mujeres que la conocieron no fue nada difícil: era una mujer muy amable, llena de ternura, gratitud y de innumerables virtudes cristianas que la hacían muy interesante.

El REFLEJO DE SU ALMA

Trataba a sus amigas con infinita misericordia, las escuchaba y les animaba a aguantar tantas injusticias de trato por parte de sus maridos, no porque estuviera bien, sino porque su fe la llevaba a creer que soportando lo malo de la mejor manera y dedicándoselo a Dios, Él la ayudaría, miraría sus sacrificios y le daría grandes bendiciones.

Y así era feliz, en medio de gritos y malos tratos. Tenía siempre una buena actitud, sabía que eso no sería para siempre. “En algún momento, todo cambiará”, recuerdo que me decía. +

Era una mujer sensata e inteligente, estaba segura de que podía llevar las injusticias sin que la destruyan y principalmente sin pelear.

“Porque para pelear se necesitan dos”, decía, y “orando se logran milagros”.

No me lo decía solo a mí: comprobé que era parte de su convicción y que así aconsejaba a aquellas infelices mujeres.  Mi madre tenía la certeza de que con tanta oración ella misma no perdería a su familia.

UN CARRUSEL DE EMOCIONES

Caminando por las calles que me vieron jugar de niño decidí acercarme a algunas personas. Eran innumerables las mujeres que la conocían y la querían. Con sus testimonios logré saber parte de su vida que durante años me perdí.

Momentos tan valiosos que albergaba su corazón, dudas, incertidumbres y también alegrías. Deseaba retroceder el tiempo para que las conversaciones no fueran con otras mujeres sino con ella; y verla reír, abrazarla, quizás consolarla, o solo estar, pero el tiempo es implacable y no se puede regresar.

Esa era la manera en que pude enterarme y me dio gusto de todas formas que fuera así. Al hablar con esas mujeres me di cuenta de lo que su presencia había hecho en ellas. La sentí viva en sus amigas, que la conocían tanto.

Sentía un poco de vergüenza y bastante miedo al preguntar: puesto que en mi juventud no fui el hijo que yo hubiera deseado ser, temía escuchar algo que no quería. Aún así perdí el miedo y me enfrenté al pasado. Para mí era importante, ya que recordaba muy poco de mi niñez y había perdido parte de esa vida que pude haber vivido junto a ella. En mi adolescencia di muchos problemas y estuve muy lejos de sus consejos.

LAZOS FRATERNOS

Una de aquellas mujeres parecía ser muy amiga de mi madre. Se llenaron sus ojos de luz al recordar sus conversaciones.

—El día que nos vimos por primera vez —me contó—, tuve la impresión de sentir como un arrullo, tu madre tenía una hermosa y gran sonrisa en el rostro, algo realmente sorprendente, pues nadie en Tagaste era feliz.

Recuerdo sus oscuros cabellos y su tez radiante, claramente la belleza de la juventud. Un día muy bonito, acompañado de un poco de tormenta (no precisamente por el clima), caminaba a su lado un hombre mucho mayor a ella. Era Patricio, tu padre, malhumorado, jugador y con fama de tener gustos libertinos, como todos los hombres en este lugar. No conocían el respeto por sus esposas, al parecer para ellos éramos inferiores. “Mi nombre es Mónica”, me dijo ella muy amistosamente; pero enseguida tuvo que irse, bajo la mirada enfadada de aquel hombre. Él tenía el ceño fruncido y marcado en su rostro de tanto regañar. Sin embargo, ese momento solo sería el inicio de muchas reconfortantes conversaciones con ella.

La mujer hablaba con entusiasmo y parecía que no iba a parar nunca; así que le invité a sentarnos bajo un árbol y le brindé del pequeño cargamento de dátiles que traía. El sol del mediodía caía sobre el mundo con todo su poder.
—Cuando nuestros maridos no estaban era que podíamos vernos —prosiguió ella—. Cocinábamos juntas muchos exquisitos platillos, y poco a poco mientras nuestra amistad crecía ella iba ganando puntos valiosos para el cielo.

Evangelizaba sin que sea notorio, lo hacía con la delicadeza que la caracterizaba y la acompañó siempre.
—¿Nunca renegó usted de los consejos de mi madre? ¿No habría sido mejor salir cuanto antes de esa vida de maltratos que vivían?

—En un principio, sí. Pero luego fui testigo del poder de la perseverancia y la fe de Mónica. Con su dulzura y su delicadeza de trato llevó a tu necio padre a ceder un poco, ella al haber tenido una vida muy cercana a Dios quería ese bien para su familia. Y aunque no lo consiguió enseguida, con los años logró convertir a tu padre al cristianismo. Pese a todo debo decir que aunque a él le molestaba el mucho rezar de su esposa y su gran generosidad con los pobres, nunca se opuso a que dedicara tiempo a estos buenos oficios. Un año después de su conversión, él falleció y la única gran preocupación de tu madre serías tú, Agustín.

UNA SANTA MUJER

Bajé la cabeza, avergonzado, sabiendo que me tocaba el turno a mí. La mujer había hablado ya de mi padre, un hombre al que yo rechacé siempre por el trato que daba a mi mamá. Pero lo que se tenía que contar sobre mí tampoco era de lo mejor: parece una ley inexorable del destino que terminamos convirtiéndonos en lo que más rechazamos y odiamos.
—Sí, lo sé —dije, en un acto de contrición endulzado con dátiles—. ¿Puede usted hablar de lo mucho que hice sufrir a mi madre? Estoy preparado para escucharlo y arrepentirme.
—La única vez que la vi llorar inconsolablemente fue cuando llegaste a su casa ya perteneciendo a aquella secta maniquea, no sé qué querrá decir eso.
—Los maniqueos afirman que el mundo no lo hizo Dios, sino el diablo. ¿Cómo no creerlo cuando se ve tanta injusticia en esta Tierra? Especialmente entonces, cuando tenía tanto rencor en mi corazón…
—Pues ella hizo bien en sacarte y prohibirte regresar: en su casa no albergaba enemigos de Dios. Estaba segura de lo que hacía pero al ser tú su hijo, eso la habría golpeado muy fuerte. Lo debes recordar claramente.
—Cómo no recordarlo…
—También recuerdo muy vivamente el día que me contó de un sueño que tuvo en el cual una voz le decía “tu hijo volverá contigo”. Con toda seguridad, y con un poco de burla, yo le dije que eso significaba que ella se volvería maniquea.

Me dijo: en el sueño no me dijeron “la madre irá al hijo”, sino “el hijo volverá a su madre”. Su respuesta tan hábil me impresionó mucho.
—Mi madre sin duda era una santa. ¡Dio una grandiosa respuesta!

En ese momento de la conversación, cuando ella tomaba del cesto el último dátil, recordé que mi mamá me contó de su conversación con un obispo al que le decía que ha pasado años rezando y pidiendo oración por mi conversión. La respuesta del obispo había sido: «tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”. Lo recuerdo claramente, porque me llegó muy al fondo.

Así continuamos, y en una de mis huidas terminó siguiéndome a Roma y en Milán conoció al arzobispo san Ambrosio. Este hombre también influyó en mí. Mi madre le tenía mucho cariño y respeto. Era un hombre con una personalidad arrolladora, inspiraba mucha confianza por sus grandes conocimientos de la fe católica. Gracias a él y todo lo que hizo mi madre, me convertí al cristianismo.

Decidido a volver con ella, lo había planeado todo. Pero una noche, con el mar de testigo, me dijo algo que en este momento me llena de nostalgia: “ya no hay nada que me ate a esta Tierra. Tengo la gracia de Dios y la certeza de que salvó tu alma”. En ese momento sentí que mi sangre se enfriaba: era el miedo a perderla.

Poco tiempo después, adquirió una fiebre muy fuerte, de la cual no se pudo recuperar, y falleció. Tenía 55 años a su partida. Aunque me perdí muchos de sus años, pude ver que fue una mujer muy admirable que lo dio todo por amor.

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