Antes de hablarte del tema que quiero tocar contigo, me gustaría contarte una anécdota. Me encontraba en una convivencia y habíamos ido de excursión. El paisaje era una maravilla, entre pequeñas montañas, colores… una pintura magnífica de un Artista divino.
Todas las del grupo se alejaron para continuar el paseo, pero me quedé detrás junto a una amiga que no podía caminar más y el guía. Recuerdo que ella le preguntó: «¿Qué siente usted al poder ver esto todos los días?» Y su respuesta se me grabó aún más: «De tanto ver siempre lo mismo, uno se acostumbra».
Me cuestioné y, de tanto en tanto, vuelvo a reflexionar en esto: «¿será que me estoy acostumbrando a las cosas de Dios, a lo que Él me pide cada día?» «¿será que me estoy acostumbrando a la idea que tengo del amor de Dios?» y, finalmente, «¿será que me estoy acostumbrando a Dios?».
¿Qué forma tiene el amor?
«El amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse. El auténtico amor trae consigo la alegría: una alegría que tiene sus raíces en forma de Cruz», es una frase de san Josemaría. Un «amor» que no comporta donación… ¿Es, verdaderamente, amor? Un «amor» que no abrace la Cruz, ¿en qué se cimienta?
Jesús fue el primero en predicar lo que era un escándalo: «(…) cargue su cruz y me siga». ¡Qué raro, un enamorado que hable de cruces y de yugos! Pero Él quería dejarnos una valiosísima lección: de nuevo, repito, el amor de verdad – del que estamos sedientos, anhelando con locura – aparece en el sitio menos pensado. En el sitio en el que pensaríamos que ha sido olvidado por Dios, por ser pequeño, por ser frío, por ser oscuro o por ser duro.
Como una gruta fría, como una cruz oscura, como un pedacito de pan sin levadura. Tal vez nos hemos acostumbrado a estas escenas – lastimosamente –, pero, debemos admitir, es rarísimo ver a un Dios habitar en ellas.
Pero así lo hizo Jesús: entrega total, un acto de donación libre. Un cariño hondo, no superficial, que no se agotó en la soledad en Belén, en el cansancio de la carpintería, en las lágrimas de Getsemaní o la sangre del Calvario.
«Habiendo amado a los suyos (…), los amó hasta el extremo». Como dije, no se acabó antes de su Muerte ni después de su Resurrección. El amor, el real, que apenas reflejamos en la tierra, tiene el gusto de la eternidad. Él quiso hacernos partícipes de ese Cielo, un poco, al menos, ya aquí. Entonces, se quedó.
Tan oculto, tan cercano
Se quedó. Vulnerable y oculto, de manera que no temamos acercarnos a Él. Haciéndose familiar. ¡Qué pena que, por tenerlo «disfrazado», dejamos de reconocerle! Es natural, como dije al inicio, los hombres nos acostumbramos a las cosas grandes. Y, a las que se ven pequeñas, aún más rápido.
De nuevo: Él se quedó. Movido por un amor inmenso, Jesús se quedó… esperando. Luego, nos aguarda en la celebración de cada Misa, con la intención de otorgarnos abundancia, entregándose por completo (¿nos entregamos, a Él, por completo?).
En la Misa, donde tiene lugar el milagro en que Jesús se hace presente entre nosotros, la divinidad desciende a la Tierra, los ángeles rinden adoración a Dios a nuestro lado, tenemos el privilegio de participar de alguna forma de la liturgia celestial, de recibir en nuestro cuerpo y alma a Cristo.
«Ite missa est»
En el rito romano, en latín, la Misa acaba con el sacerdote diciendo al pueblo: «ite missa est», indicando que la Misa ha terminado y pueden retirarse. Algo notorio que quisiera señalar es el «ite», la invitación a ir, y que la «missa» tiene la forma de «missio» (envío).
En la Misa no sólo recibimos a Cristo; nos llevamos a Cristo, pareciéndonos a Cristo, procurando «ser otro Cristo». Los efectos y las gracias de la Misa no se agotan en nosotros ni en las que necesitamos para parecernos cada día más a Él; recibimos la ayuda para que esa gracia que nos fortalece en nuestra lucha por la santidad y nos empuja a anunciar que estamos llamados al Cielo, la podamos llevar a los demás.
Luego de cada comunión, habiendo recibido tantas gracias, las hemos de compartir. Hemos de presentar a Dios a quienes aún no le conocen, a quienes no se le han acercado. Para que cuando nos vean, nos vean obrar de manera que irradiemos la plenitud del amor del que hemos sido partícipes.
«El que comulga se pierde en Dios como una gota de agua en el océano. No se les puede separar. Cuando acabamos de comulgar, si alguien nos dijera: ¿Qué lleva usted a su casa? Podríamos responder: llevo el Cielo», dijo el cura de Ars. Es el Cielo que llevamos para nosotros y para compartir con los demás.
(Entre paréntesis: ¿alguna vez nos hemos detenido a pensar en esto? ¡Las misas que escuchamos son y serán, siempre y al momento de nuestra muerte, nuestro consuelo!).
Quisiera compartirte una frase final, para que la medites (tal vez, antes o después de participar de la Misa):
«La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar de la mesa de su Cuerpo y su Sangre. De la comunión plena con Él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños» (Benedicto XVI).